Andrés Mantaviel

El hombre invisible (director: James Whale, 1933)

escrito por Raúl Escobar Amador

    Ya me estaba yendo, pero Andrés Mantaviel apareció con la cabeza vendada y diciendo que le arrancaron la cara. Lo agarré del codo y lo metí en mi oficina. Eché el seguro, senté a Andrés en la silla de mis pacientes y suspiré, iracundo. «Siempre, Andrés, siempre algo contigo». No recuerdo si me tomé alguna pastilla para no estrangularlo allí mismo. Me senté frente a él con el rostro más imparcial que pude lograr a través de mis ojeras. Sobre las vendas, se había encajado unos espejuelos oscuros, como para ocultar aún más su expresión. Parecía sacado de aquella película vieja del hombre invisible. De algún modo, se me metió entre ceja y ceja que sonreía.

    —¿Cómo que te arrancaron la cara? —pregunté yo sin rodeos.

    —Eso creo, sí.

    —Ah, ¿crees? No hay manera de no estar seguro si a uno le arrancaron la cara. Se tiene que notar sí o sí.

    —Pues no estoy seguro.

    «Siempre algo contigo Andrés, siempre».

    —Háblame de eso. —Me resigné. Abrí mi maletín, saqué un cuaderno rojo y un bolígrafo.

    —¿No te ibas ya? —preguntó él, haciéndose el tonto.

    —No fastidies, Andrés. Si tú viniste a esta hora, sabías que iba a estar aquí.

    No contestó el muy cabrón. Pero sentí que dejaba de sonreír.

    —Dale. Empieza: Te arrancaron la cara, ¿sí o no?

    —Tal vez.

    Me mordí la lengua para ahogar el grito, luego suspiré otra vez. Sentí los ganglios de mi garganta inflamados. «Para colmo, un catarro ahora».

    —Por favor, Andrés, pon de tu parte.

    Se rascó la cabeza por encima de las vendas (para fastidiarme, estoy seguro). No parecía estar haciendo un gran esfuerzo.

    —A ver, es que estaba oyendo a Sparks.

    —¿Quién?

    Sparks, el dúo que te mencioné de la new wave.

    —¿Y eso qué tiene?

    —Hay una canción suya, de un tipo que se enamora de sí mismo. La estuve escuchando por varias horas, y me puse a pensar.

    —¿En el narcisismo?

    —No, en la probabilidad.

    «Siempre algo contigo, Andrés».

    —¿Cuál probabilidad?

    —Solo la probabilidad. Ayer salí, y me reuní con un grupo de estudiantes de medicina. Les conseguí algunas pastillas y los convencí de venir conmigo a mi casa. Bebimos vino malo, dulzón y agrio. Luego entre ellos se fueron repartiendo las pastillas. Cuando estuve seguro de que estaban bien… idos, puse la canción que te dije en bucle por varias horas y les hablé.

    —¿Sobre? —Imagínate, sentí escalofríos. Andrés Mantaviel pone de los nervios a cualquiera.

    —Sobre gente que le había arrancado la cara a otros por celos. Casos documentados.

    —¿Me nombras alguno?

    —Claro: Irene Charles, de Manchester. Su vecino Roger Trevor le arrancó la cara en el sesenta y ocho, por celos de su marido. Y el caso del modelo español Víctor Mario, que su novia lo mató, le arrancó la cara y luego hizo una sopa con ella. Creo que en el ochenta y tres. Ah, y en Chile está el de Lucinda Raquel, que le arrancó la cara a su nieto Esteban Fabio, por celos de sus cachetes. En el cincuenta y cuatro.

    —Ajá… —Me llevé una mano a la frente, las sienes me latían de dolor—. Todo eso es mentira.

    Ladeó la cabeza, sorprendido.

    —Siempre has sido súper listo. ¿Cómo te diste cuenta?

    —Sigues arrastrando la muletilla.

    —¿Cuál?

    —Cuando inventas nombres no te salen los apellidos, y pones dos nombres.

    Dio un golpecito en la mesa, frustrado.

    —Bueno —continué yo—, ¿y para qué le metes tú ese ruido en el sistema a estudiantes de medicina drogados?

    —Para ver si lo hacían.

    Cerré mi cuaderno de golpe. Lo miré fijamente a los lentes.

    —¿Estás loco?

    —No sé, tú dirás. ¿Quién es el psiquiatra?

    —Carajo, Andrés. ¡Contesta! ¿Lo hicieron?

    —No sé, ya te dije.

    —Entonces dime qué pasó luego.

    —Nada. Les hablé del tema por un buen rato. Sabes que soy buen conversador. Luego me besé con dos muchachas del grupo y presumí de lo lindo, para incordiar. Y al final me eché a dormir en el sofá mientras ellos se divertían.

    —¿Te robaron?

    —No… Bueno, creo que se robaron mi vinilo de Sparks, pero no importa, tenía una abolladura. Me desperté así hace un par de horas. —Señaló las vendas en su cara—. Y vine a por ti.

    Me cayó una cubeta de silencio en la cara. La oficina se me hizo una caja de fósforos. Tienen que entender. A nadie le gusta lidiar con Andrés Mantaviel, pero alguien tiene que hacerlo. Y yo podía, porque me hicieron con seis litros más de paciencia que al resto. Pero todo tiene un límite. Y los cinco años que llevaba con él, sin haber metido la cabeza en un horno ni haberlo tirado a él por el hueco de un elevador, eran el mío.

    Lo malo es que soy obstinado y no me gusta dejar nada sin terminar.

    —Bien, entiendo. Hay que tener otra charla, muy seria, sobre esos experimentos, Andrés. La semana pasada era ver si un gato tatuado podía asustar a un religioso, y hoy me vienes con esto. Y no quiero ni caer en el asunto de dónde habrás sacado tú pastillas para sobornar estudiantes. Pero yo, antes que psiquiatra, soy médico y tengo que preocuparme de tu salud. Hay que saber si tienes o no cara.

    —Estoy de acuerdo. —No me gustó el tono risueño.

    —¿No tienes dolor?

    —Un poco, pero podría ser por la resaca o pura sugestión. No estoy seguro de nada.

    —Pues habrá que quitarte las vendas.

    El solo pronunciar aquellas palabras empezó a infectarme algo de su miedo. Se inclinó hacia mí, con aire solícito. Tan satisfecho consigo mismo que daba asco.

    Notó mis titubeos.

    —Dale —dijo.

    Estaba quieto como una estatua de cera. Y tal vez lo era, porque la posibilidad de que hubiera un cerebro funcional debajo de aquella cabeza vendada me parecía un disparate.

    —Dale —repitió.

    Me paré detrás, y trabé los dedos entre las vendas. Algo me humedeció las yemas. Andrés tarareaba una canción en inglés.
 
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   ➤ Raúl es un escritor cubano que ha colaborado en la Revista El Andariego, de la Universidad de La Habana, con su texto "Prefacio" [No.2, 2022].

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