El pregonero

Ilustración de artista desconocido.

escrito por Eliecer Marroquín Vera

    En las profundidades de los bosques del Putumayo se escucha la leyenda del coco pollo o pájaro silbador; animal indefenso y sobrenatural. De la boca de los mortales se oye decir que silba durante un buen tiempo mientras anuncia la muerte, es el pregonero de la oscura niebla que viene para llevar al reino del inframundo a los humanos a los que les llega la hora. Su silbido es único entre todo el bosque, sus ondas agudas y a la vez graves, cerca y también lejos, avisan de la llegada de la muerte. Es una advertencia para los títeres de los dioses.

    Eran tiempos en los que la revolución del asfalto no cubría las trochas del pueblo de Orito-Putumayo, en los que las piedras golpeaban contra las botas al andar y la tierra árida cubría las ropas de los caminantes. Tardes soleadas de verano, atardeceres perfectos y noches estrelladas y tibias. Entre tanta belleza y paraísos perfectos también la maldad se incubaba en la sociedad perdida entre las oscuridades de una rabia insondable, mientras del mismo infierno brotaba un pajarraco cubierto de maldad y pregonero de la muerte.

    Faltando cinco minutos para la medianoche la familia iba corriendo en un intento de llegar a la calurosa casa de tablas, para la cual tocaba cruzar desde la entrada, plagada de piedras secas por el calor del día hacia dicha morada, un puente y un largo camino de tres o cuatro cuadras de distancia. La familia Morales, papá, mamá y tres hijos, dos de brazos y uno que por las piedras caminaba torpemente, en todo el afán y con la mala fortuna de la noche ya casi llegando al hogar escuchan entre los matorrales el piar del malévolo pájaro inconfundible entre todos los animales, que con su silbido un silencio abruma a los demás y los enmudece.

    Entre el silencio del camino oscuro hacia la puerta de la casa se escuchaba el jadeo de los cinco habitantes de aquel hogar, que se encontraban indefensos entre las fauces de la noche y el pregonero de la muerte. El señor Morales, con voz agitada y los labios secos exclamó unas palabras con preocupación: —¡Tenemos que llegar rápido o hasta aquí llegamos!

    Los niños, sin entender lo que sucedía, solo escuchaban el eco del silbido de aquel pájaro, y la señora Morales caminando a tientas tras su esposo recitaba un padre nuestro mientras llevaba de la mano a uno de los niños. Al llegar a la puerta de la casa sintieron como si de la entrada del cielo se tratara. Al estar todos dentro dejó de piar aquel maligno ser. Ellos quietos y en silencio, un silencio aturdidor que de tan apresurada llegada los envolvió. Después de unos segundos de estar dentro de la casa, diez disparos rompen el silencio y la señora Morales llorando preguntó: —¿Quién habrá sido el desafortunado?

    Al día siguiente se conoció la pobre víctima del horror de la noche y del aviso del pájaro maldito, que era un muchacho que vivía en una finca que se encontraba contigua a la de los Morales. Él bajaba de la cantina con unos tragos en la cabeza, y con tan mala fortuna que los demonios de la noche lo abordaron y no solo terminó con tragos en la cabeza si no también con proyectiles de fusil.

    Pasados unos años del infierno no solo salía ya el pájaro maldito, sino también los mismos demonios de la noche que asesinaron aquel muchacho un tiempo atrás. El pájaro silbador comenzó a desaparecer, era como si se hubiera dividido en muchos pedazos y encarnado en cada uno de esos demonios que, multiplicados, comenzaban a culpar a cada una de las personas del pueblo por traición. Entre todos los que encontraron culpables estaba el señor Morales, que fue anexado en una lista infernal que realizaron estos demonios.

    Todo esto era triste, pues lo que en realidad sucede en este paraíso en el que ellos vivía es que se convirtió en un campo de batalla donde al caminar por los estrechos senderos no se chispean los pies con charcos de agua por la lluvia, si no, de sangre derramada por las masacres que el pájaro silbador no logra ya advertir.

    La situación del municipio del Tigre en el bajo Putumayo, donde hace ya unos años la familia Morales se había mudado a causa de las advertencias continuas del pajarraco maldito, se había tornado un poco peligrosa. Es como si la familia fuera perseguida por una maldición, así como un sabueso persigue su presa. Pasaban los días y la incertidumbre en el corazón de la señora Morales era desoladora, pues su esposo trabajaba en la estación de gasolina del pueblo y sus horarios eran extensos. Pero no solo eso se encontraba entre las preocupaciones de la esposa, sino que también corrían los rumores de aquella lista en la que una gran cantidad de personas del pueblo estaban inscritas, y a las que seguramente les iba a llegar la hora cuando la muerte viniera a reclamar los dueños de esos nombres, pero ya sin pregonero, sin advertencia y de repente.

    Esta familia, tras ver el excesivo acoso de la muerte, planeó su huida. Esta tenía que ser durante la noche y en silencio, como si de ladrones se tratara, pues los demonios recorrían las calles de aquel sitio y se mezclaban entre la gente como la cizaña que se entrevera con el trigo. La huida de toda la familia se planeó para la noche del 9 de enero de ese mismo año, pues apenas estaban estrenando el año de 1999.

    La noche del 9 de enero todo estaba como cotidianamente solía estar. La señora de las arepas que se encontraba siempre al frente de la estación de servicio donde trabajaba el señor Morales aún estaba vendiendo las arepas, eso quería decir que apenas eran las siete de la noche y faltaban aún tres horas para que don Carlos Morales saliera del trabajo, así como de costumbre.

   Esa noche se sentía una tensión en el ambiente, Carlos Morales pensaba si era por lo planeado o por los demonios que los acechaban desde hace mucho tiempo. A esa misma hora, en la casa se encontraba la señora Morales haciendo las maletas, de tal manera que se pudiera disimular la huida. Los hijos de ellos ya entendían un poco la situación, y entendían que no le tenían que temer a ningún pájaro silbador, sino a los demonios que acechaban en las calles del pueblo, pues ellos con sus miradas frías y movimientos toscos toman a cualquier alma que errabunda va por las carreteras del pueblo.

    En el afán de la noche, Carlos no conseguía dejar de pensar que le podía suceder lo mismo que a Tomás, un amigo de la infancia que en apenas unos meses atrás mientras volvía con su familia de visitar a los papás de la esposa, y, en la llegada al pueblo, que había sido el hogar de ellos por mucho tiempo, la mirada de uno de esos demonios se fijó en sus botas negras como las oscuras noches en las que la luna deja ver su extravagancia; aquellas estaban cubiertas de barro por el camino que habían recorrido hacía apenas unos momentos. Tomás esperaba con las maletas a que su esposa e hijo volvieran del teléfono que estaban utilizando, y que se encontraba a diez pasos de él.

    En su espera pasan mil cosas por su mente, todas empapadas de la inocencia de un niño que desesperadamente anhela a que el papá llegue con un caramelo para él; mientras que el demonio, atraído por las botas de este, lanzaba miradas con sigilo a sus secuaces para que comenzaran a actuar. Para Tomás toda la gente estaba tranquila, pues era fin de semana en el que muchos campesinos de veredas aledañas iban a disfrutar de sus cortas horas de descanso.

    De entre tanta gente sumergida en el ocio tan corto que se les permitía en su cotidianidad se confundían esos seres de oscuro trasegar que en solo segundos y un par de miradas ya habían arreglado su crimen. Lentamente se acercó uno de los demonios por la espalda de aquel adulto con pensamientos ingenuos, y puso una de sus sucias manos en la nuca del pobre desesperanzado y comenzaron a caminar con un rumbo que solo conoce el oscuro ser. En esos momentos Tomás, sin mirar hacia ningún lado, empezó a llorar de angustia, pero sin decir ninguna palabra. Pensaba en su esposa y su pequeño, en el último abrazo que les dio, la última sonrisa que disfrutaron los tres y en el corto o largo camino que habían recorrido y que estaba llegando a su fin. En su mente aquellos pensamientos inocentes se convirtieron en recuerdos, y por cada recuerdo de sus ojos brotaban lágrimas, desesperadas, de impotencia y de temor.

    Durante el corto camino que recorría bajo la mano del demonio no escuchó ni se atrevió a decir ni una sola palabra. Retumbaban fuertemente sus recuerdos felices bailando en su mente y reflejándose en su triste mirar; al mismo tiempo aquel verdugo con sus toscos movimientos lo conducía hacia un carro de servicio público y lo abordaba junto a él. Tomás, sin levantar la mirada y con voz temblorosa exclamó: —¡Tengo familia, por favor!

    No hubo respuesta ni por parte del demonio ni del sumiso conductor, solo se sintió rugir el motor del auto mientras arrancaba. En la lejanía solo unas cuantas miradas lamentaban aquel triste suceso y murmurando decían: —Todo por sus botas. —Luego, se ahogaban en silencio y seguían sus labores.

    Por todas esas tristes memorias, Carlos no se podía concentrar en su labor, con sus ojos encharcados cual arroyos miraba hacia el cielo y, lanzando una súplica, entre dientes dijo:

    —¡Oh! Si fuera sencillo decir «del polvo venimos y al polvo volvemos» y entregarnos a la muerte, pero no. Los sentimientos, el apego y el ver morir a los amados es insoportable tanto como morir en una hoguera.

    Las horas se pasaban lentas y desde su óptica la noche era tenebrosa. Esta se veía cubierta de niebla espesa y, aunque hacía calor, por su cuerpo le recorrían escalofríos.

    Mientras tanto, la señora Morales, impaciente por la llegada de Carlos, observaba por una pequeña ventana el camino que conducía hacia su casa con la esperanza de ver llegar a su esposo como todas las noches, acompañado con una pequeña linterna y en una cicla que chilla al igual que los grillos en los pastizales que rodean los estrechos caminos que conducen a su hogar. En esos momentos en los que ella estaba en la ventana vio entrar una gran afluencia de carros como si fueran carrozas salidas del averno, lo cual era algo fuera de lo normal en ese alejado sitio. Desesperadamente envió a uno de sus hijos a apagar la luz antes de que los dueños de esas carrozas advirtieran que había personas en ese humilde hogar.

   El actuar de la señora Morales fue mecánico por todo el terror que le había tocado vivir. La caravana de carros había despertado en ella un fuerte desespero y un mal presentimiento. Con todo aquello aumentaron más en ella las ganas de abandonar su hogar, era como si escuchara zumbar en su oído aquel pájaro silbador que le gritaba «¡muerte!» con su suave y dulce silbido. Por cada silbido «¡muerte!» «¡muerte!» «¡muerte!»

    Después de esos momentos de desesperación llegó la hora en la que Carlos debía estar por llegar para así cumplir con la migración de aquel lúgubre sitio que por tanto tiempo había sido su hogar. Pasados unos cuantos minutos se escuchó a lo lejos el chillar de la cicla del señor Morales que se confundía con el cantar de los grillos. Entre abrazos y afanes tuvieron un pequeño encuentro, muy esperado por la familia. Con toda la adrenalina que corría por sus cuerpos tomaron las maletas que lograban abarcar una miserable cantidad de sus pertenencias, las cuales habían generado mucha confusión en Reinira Morales mientras empacaba.

    Duras decisiones le tocó tomar a la señora Morales; entre los papeles de los niños, los suyos y de su esposo y su cartuchera de diversos maquillajes, entre la ropa que llevaba puesta y el hermoso vestido que utilizó el día en que se casó con Carlos, entre una hermosa cobija de felpa y una sábana rota y maltratada por el tiempo, pero que cabía perfectamente entre sus pocas cosas, entre una hermosa lámpara de múltiples cristales y una vieja linterna que solo utilizaban para ir al baño que quedaba a unos cuantos pasos de la casa. Con solo estas cosas salieron sin pensarlo ni un momento más, pues sentían que se les acortaba el tiempo.

    Mientras abandonaba su hogar la familia Morales ya no escuchaba el cantar de los grillos en la oscura noche, era como si el silbido tenebroso del pájaro silbador les hubiera gritado «¡silencio!» y a ellos les advirtiera fuertemente «¡Muerte! ¡Muerte! ¡Muerte!» El húmedo prado acompañó los pasos mojados de la desesperanzada familia hasta el camino empedrado que llevaba directamente al pequeño pueblo. Con tres maletas, tres hijos y su esposo, Reinira trató de soportar el llanto, pues pensó: —No hay tiempo para llorar, todo será una historia que mis hijos contarán a sus hijos. Amo los finales felices.

    Después de caminar un largo rato, a lo lejos se comenzaban a dar unos pequeños indicios del pueblo, pero no por la fiesta o la alegría con la que la gente esperaba urgentemente a que llegaran los sábados, sino por el aterrador silencio y soledad en la que este se encontraba. Solo se escuchan ladrar los perros vagabundos que en las calles frías se habían acostumbrado a vivir.

    —No hay ni un alma aquí —dijo Carlos mientras recogía del piso un oso de peluche sin brazos y con un enorme agujero en la cabeza.

    Las luces del pueblo estaban encendidas, las cervezas estaban en las mesas sin terminar, el billar tenía todas las bolas ubicadas estratégicamente con varios puntos a favor de un jugador y un juego sin concluir. Al ver toda esta obra sin protagonistas, Luis, el hijo menor de los Morales que apenas tenía siete años, se llenó tanto de terror que no encontró en sus padres lugar seguro. Corrió tan rápido como pudo hacia el punto más oscuro de los boscosos alrededores, por el ruido que hicieron sus pequeños pies al hacer tan rápida carrera, todos vieron cómo a lo lejos desaparecía entre la oscuridad el niño.

    Carlos tiró a tierra una de las maletas que llevaba y corrió tras él. Por su parte, Reinira con sus otros dos hijos se hicieron cargo de las tres maletas y se dirigieron a la salida del desolado pueblo. Mientras que Carlos echaba su carrera tras el niño les grita agitado: —¡Avancen, ya nos vemos!

    En la oscuridad del camino la única luz que les iluminaba era una pequeña linterna que expulsaba unos débiles rayos, los cuales guiaban sus temblorosos pies por el camino al puente que conducía hacia la salida de sus pesadillas. Después de un rato de ir caminando, la luz de la linterna se rindió ante tal oscuridad y se apagó.

    —¡Maldita sea! —Furiosa gritó la señora Morales mientras sus dos pequeños entre llantos y sollozos la abrazaban. Por los matorrales que guiaban el lindero del camino oyeron unos cuantos pasos—. ¿Luis? ¿Carlos? —Inquieta, preguntó Reinira mientras veía que una sombra oscura se acercaba hacia ellos.

    Sin parpadear un solo momento se quedó mirando fijamente el cúmulo de oscuridad que iba hacia ella. Por la silueta que formaba casi confirmó que era Carlos; pero a la vez que se acercaba cada vez más, su corazón perdía la esperanza de que fuera su amado, pues la sombra entre más cerca más se difuminaba y se la tragaba la oscuridad del bosque. Cerrando los ojos fuertemente, Reinira por un momento sintió la tranquilidad que le producían los abrazos de su esposo, sin embargo, al abrirlos ya no había nada en frente de ella, solo el débil brillo de la luna que se inmiscuía entre las ramas, el cual revelaba entre la oscuridad el camino que la luz de la pequeña linterna se negó a mostrarles.

    Perpleja por lo que acababa de ocurrir, la señora Morales siguió el camino con sus dos pequeños que iban aferrados fuertemente a ella, pero que ignoraban lo que recién sucedió. El andar de los tres integrantes de la familia era cada vez más dificultoso debido al cansancio y a la pérdida de energías de esos sucesos inexplicables. En su silencioso andar comenzaron a escuchar gritos, risas y sonidos de claxon de automóvil. Un suspiro de esperanza los cubrió como el rocío a las flores. Una sonrisa se dibujó en la cara de Reinira y dijo fuertemente a sus hijos:

    —¡Qué susto! Aquí va otra historia que contar. Allá deben estar papá y Luis.

    A lo que la niña le replicó: —Pero, ¿por qué estarían allá, mamá?

    —No lo sé, hija. De pronto se sigue celebrando el festival, averigüemos si es así.

    Con la curiosidad de conocer de qué trataba aquel festejo, retomaron alientos y se fueron acercando cada vez más a aquel cuadro de matices oscuros, que prometía desde la lejanía mucha diversión. Las siluetas oscuras andaban de un lado a otro; unas caminando torpemente, otras cargándose entre sí, todo esto bajo la plateada luz de la luna. Aquel cuadro se fue haciendo cada vez más grande, era como una obra de arte cinético. Se iban descubriendo movimientos distintos cada vez que se acercaban más, de la misma manera las ondas de sonido, los cláxones de los carros y los gritos se escuchaban mucho más fuerte.

    Cuando se encontraban a solo un metro de distancia del puente, Reinira Morales volvió a ver la sombra que momentos atrás los había acorralado, lo que hizo que se detuvieran y analizaran bien el cuadro que frente a ellos se desarrollaba, como si estuvieran en primeras filas de una obra de Shakespeare. La perspectiva de ese cuadro cinético comenzó a cambiar de diversión a lamento, de gritos de alegría a gritos de tormento, de siluetas que caminaban torpemente por unos tragos en la cabeza a personas golpeadas hasta el cansancio, la sonrisa del rostro de la señora Morales se comenzó a desdibujar al ver ese horrible cuadro del cual ella y sus dos hijos también podrían ser protagonistas.

    Ellos, al darse la vuelta rápidamente, se encontraron frente a la mirada de uno de los demonios que sonriendo los invitaba a entrar en el puente. Después de iniciar la entrada Reinira observó que las mismas carrozas que había visto pasar se encontraban sonando los cláxones alrededor de toda la gente del pueblo, los cuales estaban regados en hileras, inertes en el frío piso de metal del puente que se suponía era la salida de sus pesadillas, pero que se había convertido en la entrada al infierno. La lista había sido consumada, sin pregonero, sin advertencia e inesperadamente.

    La entrada de estas tres miserables criaturas dejó en silencio a todos los demonios que concluían su trabajo. En un lado había uno terminando de destrozar un cuerpo, irreconocible, el trabajo del demonio era perfecto; y, de ese otro lado todos detuvieron su labor y observaron los rostros de lo que quedaba de la familia Morales, pues entre más andaban por ese cuadro era como si se adentraran en la obra de Rubens «La matanza de los inocentes».

    Las lágrimas corrían por las mejillas de esos tres desesperanzados. Reinira, estupefacta, lanzó un grito acompañado de un llanto que la derribó en el ensangrentado piso, pues ahí yacía un pequeño como una gallina degollada, colgado de sus piecitos talla 26, frío al igual que el piso de metal del puente. Los dos hijos de Reinira antes de escuchar el grito de su madre estaban siguiendo el rastro de una camisa que parecía a la que llevaba Carlos horas antes, porque, efectivamente, uno de los cuerpos destrozados en el piso era él, y lo reconocieron por una pequeña manilla de perlitas doradas que habían comprado en una de las ferias del pueblo desolado, y que cada integrante llevaba como talismán en su mano derecha.

    Antes de que ellos se echaran a llorar escucharon el grito de la señora Morales. Rápidamente corrieron a dónde se encontraba ella, quien estaba en el piso, llorando, gritando y estudiando el inerte pequeño cuerpo. No soportando más la estancia de los invitados de aquel demonio, les gritaron desde el cuadro: —¡Contamos hasta tres! Si no se han ido de aquí, ¡los matamos!

    La señora Morales abrazó a sus dos hijos que la ayudaron a levantar. Los tres echaron a correr intentando salir del puente para lograr escapar de ese cuadro oscuro y sangriento.

    A lo lejos se veía correr a una madre con dos hijos de las manos. Un padre quedó como protagonista de un triste cuadro y un hijo quedó divagando por el bosque. Esta escena, no siendo suficiente para el demonio que le dio la entrada a Reinira al puente, sacó de su bolsillo un revólver y detonó tres disparos, con un eco tan profundo y distorsionado que sonó como un llanto.

    Después del bullicio de los disparos volvió a silbar entre los matorrales el pajarraco como lamentándose.

    Yo, Luis, después de tantos años aún escucho el silbido y las estruendosas detonaciones de aquella noche, y narro entre el puente y el pueblo las memorias de las almas que esa noche nos adentramos al mundo de los muertos. Ahora yo soy el pregonero de la muerte y narrador de memorias.

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Dedicatoria

    Este cuento es en honor a mi queridísima abuela Alba, a quien amo y respeto; el siguiente escrito es una memoria de la violencia desgarradora que hizo parte de la vida de ella y de sus contemporáneos. Debido a esto, me atrevo a narrar por medio de un pequeño e insignificante cuento lo sucedido en Putumayo, ambición de mi persona desde hace mucho tiempo, puesto que desde hace algunos años tenía un cosquilleo en mis manos para escribir sobre lo vivido por mi amada abuela. Y así fue. De conversaciones con mi padre, un artículo de memoria y, más aún, lo vivido por mi abuela; todo eso le da alas a mi inspiración para lograr al menos apreciar a las musas que bailaban y eran fuente de inspiración antiguamente para los grandes poetas.

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  ➤ Eliecer es un escritor colombiano emergente con gran pasión por las letras y deseos por compartir las suyas.

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