Nubosidad variable con probabilidades de suavizante

Foto de Dapo Abideen

escrito por Dan Zamora

    El juicio de apelación estaba programado para el veinticinco de junio del año dos mil cincuenta y uno, a las cuatro y diecisiete minutos de la madrugada. La fecha se acercaba y ya no sabía de qué otra forma pasar el tiempo. Había tenido su primer juicio el catorce de octubre de dos mil treinta y siete, a las siete y treinta y ocho de la tarde, pero se le había pasado la hora. Golpeó la puerta del juzgado en el que creía que era el momento exacto, pero cuando se abrió y vio el reloj que había adentro, sus piernas perdieron toda la fuerza. Con mala cara le dijeron que se había pasado tres minutos. Y gritó con lágrimas en los ojos, rogando, suplicando, implorando. Pero ellos no esperaban a nadie. Tuvo que dar la vuelta, ir hasta la mesa de entrada, presentar su caso y sacar un turno de nuevo. Y esperar. De nuevo.

    El verdadero problema de ese lugar era calcular el tiempo. Con un atardecer constante, entre las nubes y los rayos de sol, entre los sonidos de las campanas y las trompetas, entre todos los rincones perlados que reflejaban la luz en todo el espacio. Y ellos estaban ahí afuera, esperando, esperando, esperando que llegue su turno para entrar. Sentados en una nube por acá, en un escalón de mármol blanco por allá, apoyados en una reja de cristal por acullá. Porque la espera sí que es larga cuando no hay nada que hacer. Y por supuesto, como la puerta de entrada estaba tan cerca de la sala de espera, podían ver cada vez que llegaba alguien nuevo. Los presentes, aquellos que esperaban y sabían que pronto sería la hora de su juicio, los acosaban a preguntas.

    —¡¿Qué día es?! ¡¿Qué hora es?!

    Los recién llegados a veces lo recordaban y a veces no. No todos están mirando el reloj al cerrar los ojos por última vez. Y no todos tienen que pasar por un juicio porque consideran que hubo un error de dictamen a su llegada.

    Caminaba de un lado a otro de la nube donde estaba ubicada la sala de espera, teniendo siempre en su visión periférica la puerta de llegada y el segundero que estaba de pie al lado del pasillo que llevaba al juzgado. Tenía un par de horas todavía, de eso estaba seguro, pero estaba esperando que llegue alguien nuevo, alguien que le pueda confirmar la hora con exactitud. Eso era lo que necesitaba.

    Ya no tenía uñas que morderse y la pielcita de adentro del labio ya no tenía más sangre para derramar. Miró al segundero y se acercó, era imperativo guardar silencio en la sala de espera, pero él era el único que tenía permitido hablar. Su voz era apenas un susurro.

    Caminó hasta él, se agachó hasta estar a su altura, que, encorvado desde hace tantos años, ya casi parecía un hongo que crecía a un lado del pasillo.

    —Treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, treinta y ocho... —Se quedó a su lado, tenía que saber en qué minuto estaba—. Cincuenta y siete, cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Once cuarenta y uno. Uno, dos, tres, cuatro...

    Todavía tenía cinco horas, pero no podía confiarse. El segundero le hacía un gran favor a todos, habían rechazado su caso hace más años de los que cualquiera podría contar, y había decidido hacer su descanso eterno ahí, pero a veces se atrasaba un poco, y eso era inevitable. Tampoco era su culpa.

    Regresó a la nube y siguió caminando de un lado a otro, masajeándose las manos. La ansiedad devoraba su cuerpo de a poco y se sentía a punto de explotar. Vio a un amigo que había hecho en la sala de espera, su juicio estaba programado para dentro de un par de años, pero había decidido quedarse ahí para no perderlo. Muchos apelaban su dictamen, programaban un juicio, pero no aguantaban el paso del tiempo y decidían no presentarse. Por eso había tanta espera, por eso los horarios eran tan estrictos. Los que sí se quedaban eran pocos, y ellos dos pertenecían a este grupo. Le hizo una seña con la mano y su amigo se acercó.

    —Ay, no aguanto más... No veo la hora de que se haga la hora.

    Fumaron un cigarrillo imaginario entre los dos, para que sus no pulmones puedan recordar la calma de la nicotina y el alquitrán.

    —¿Tenés todos los papeles en orden?

    Asintió en silencio, mientras daba una pitada interminable.

    —Sí, los tengo presentados desde la vez pasada.

    Gritos, alaridos y golpes. Giraron la cabeza y vieron que había entrado alguien nuevo por la puerta.

    Corrió, dejando a su amigo atrás. Cuando llegó hasta la muchedumbre ya lo habían agarrado de los hombros y lo sacudían. El recién llegado estaba aturdido, miraba a todos lados sin saber qué pasaba. La luz lo enceguecía y los rostros que lo rodeaban estaban desfigurados por la impaciencia.

    —¿La hora? Eran las... Yo iba en la bici... El GPS me decía que iba a llegar a las doce y cinco y ya estaba a un par de cuadras... —Se rascó la cabeza, sin entender lo que pasaba—. ¿Me chocó un auto? ¿O un colectivo?

    Giró y corrió. El viaje hasta arriba tardaba tres minutos y ocho segundos, tenía que sumarlos. Doce, ocho minutos, ocho segundos. Nueve. Diez. Once. Entró a la sala de espera corriendo y todavía contando en su cabeza, tenía que llegar al segundero antes de perder la cuenta.

    —Treinta y ocho, treinta y nueve, cuarenta... —susurraba el segundero.

    —¡Veinticinco! ¡Veintiséis! Veintisiete... —dijo en el oído del segundero, y este se corrigió en el acto. Siguieron contando juntos, segundo por segundo, y cuando llegó el momento—: Doce y nueve —dijo por sobre su voz, porque llevaba dos minutos de retraso, y este siguió, ahora con la hora correcta.

    Se apoyó en la pared y se deslizó hasta el piso, con un alivio enorme. Decidió que no iba a moverse de ahí. Ya no. Ese recién llegado había sido una bendición. Su amigo lo miró desde afuera de la sala de espera y lo saludó con una sonrisa, le respondió con el mismo gesto pero se quedó al lado del segundero. Pasó esas últimas horas sentado en la misma posición, oyendo el paso del tiempo con toda la paciencia que pudo juntar.

    —Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Cuatro y dieciséis. Uno, dos, tres...

    Tantos años esperando ese momento y al fin había llegado. Entró al pasillo, contando en su cabeza. Tenía unos cuantos segundos de margen, siempre que esté dentro del minuto en el que tenía su juicio, estaba en horario.

    Veinticuatro, veinticinco, veintiséis. Los pasos parecían hacerse cada vez más largos. Cuarenta y siete, cuarenta y ocho, cuarenta y nueve. Al fin llegaría el momento. Al fin podría recibir un juicio justo, después de tanto tiempo. Cincuenta y ocho, cincuenta y nueve. Cuatro y diecisiete.
Golpeó la puerta. Un ángel la abrió. Vio el reloj. Las cuatro y diecisiete con treinta y seis segundos. El alivio inundó su cuerpo.

    —¿Juicio de apelación para el caso setenta y cuatro mil trescientos veintiséis trillones seiscientos noventa y tres mil cincuenta y seis billones setecientos noventa y cuatro mil quinientos sesenta y un millones doscientos trece mil trescientos cuarenta y ocho, a las cuatro diecisiete minutos del veinticinco de junio del año dos mil cincuenta y uno?

    Asintió con fuerza. Se había repetido muchas veces todos y cada uno de esos números en los casi catorce años que habían pasado desde que había conseguido ese turno. El ángel le indicó que pase.
Entró y se sorprendió al ver lo que tenía en frente. Un escritorio de madera lustrada, impecable, un individuo de traje gris y anteojos mirando la carpeta con su caso. El ángel que le había abierto la puerta caminó hasta estar detrás del escritorio y se apoyó contra la pared, cruzó los brazos a la altura del pecho. El individuo de traje le indicó que se siente en la silla que había frente al escritorio.

    Avanzó, como flotando sobre el piso de madera y tomó asiento, la silla era de madera blanca, lustrada. El asiento y los apoyabrazos estaban forrados de un terciopelo que tenía el color y el brillo del nácar. Las paredes parecían de cristal. El individuo lo señaló con el dedo.

    —Exponga su caso —dijo y se tomó las manos, esperando su respuesta.

    Y en ese preciso instante se le cerró la garganta. Había esperado ese momento tantos, tantos años, para que su voz ahora decida no cooperar.

    —Yo... eh... —Tuvo que forzar las palabras porque no salían, no querían salir—. A mí me pusieron en... el círculo de...

    El ángel soltó un bufido y el individuo de traje le hizo un gesto con la mano para que hiciera silencio, luego regresó a él y le indicó que siguiera hablando.

    —Eh... bueno, yo... —Su garganta se cerró de nuevo. Pudo notar que el individuo miraba el reloj y regresaba la mirada hacia él—. ¡Ah...! ¡La nube...!

    Tanto el individuo como el ángel lo miraron con impaciencia. Se tomó unos segundos para respirar profundo y calmar su interior, que estaba en ebullición.

    —Me pusieron en el círculo... tercero... en la nube cuarenta y siete millones seiscientos noventa y tres mil ciento quince... al lado de... un espíritu que limpia su nube a cada rato y... hace ruido todo el tiempo y... está chirriando todo el tiempo y me desespera... y quería saber... si es posible que... ¡Solo si es posible!, que... me cambien... de lugar... ¡Hay muchas nubes vacías en ese círculo! No es porque... me quiera ir del círculo o porque no me guste. ¡Sí me gusta mi nube!, pero es que... el ruido me... me...

    El individuo se tomó de nuevo las manos, se acomodó los anteojos, abrió el tercer cajón del escritorio y comenzó a revisar las fichas. Suspiró.

    —Mmm... —dijo después de pasar una interminable cantidad de fichas—. Te puedo pasar a la nube... ciento cuarenta y tres millones setenta y ocho mil doscientos sesenta y cinco. Esa está vacía —Él asintió con entusiasmo. No sabía dónde estaba ni quién estaría a su lado, pero la emoción de que hayan escuchado su reclamo eliminó toda su capacidad de negociación—. Pero no vas a pedir que te cambiemos de nuevo, ¿verdad? Porque después de esto ya no hay cambios por un mínimo de cien años.

    Negó con fuerza. Por supuesto que no. Nunca iba a volver a pisar esa sala de espera. Nunca. O por lo menos no en un mínimo de cien años.

    Le pidieron su identificación y cambiaron su número de inmediato, le indicaron por qué puerta tenía que salir y partió, sin poder despedirse de su amigo, pero lejos de esa sala de espera. Lejos del segundero, del pasillo y de la puerta de entrada. Sin tener que ver pasar el tiempo y los segundos y las horas sin tener a dónde ir. Pero más importante, lejos de esa nube que rechinaba y chirriaba cada vez que la limpiaban.

    Ahora sería libre de disfrutar de su descanso eterno, de estar sentado en su nueva nube, en ese atardecer constante, entre las nubes y los rayos de sol, entre todos los rincones perlados que reflejaban la luz en todo el espacio. En un lugar que sería suyo, solo suyo, eternamente suyo. En un lugar que él habría elegido con toda legitimidad en ese juicio, después de tantos años, después de tanta espera. En un lugar en el que nadie lo volvería a molestar, en el que estaría en paz, tranquilo, en silencio. En un lugar que, sin contar los asientos, el segundero, el pasillo y la puerta de entrada, era igual, exactamente igual, que esa tan, tan detestada sala de espera.

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  ➤ Dan es un escritor argentino muy sagaz que ha colaborado en varios eventos literarios. Algunas de sus obras son:
  • “Él” (2020), Editorial Monoambiente
  • “Desdebridores” (2021), Revista Teoría Ómicron
  • “Voluntario” (2021), Diario El Chubut
  • “El reparador” (2021), Herederos del Kaos
  • “A las escondidas” (2021), Cósmica Fanzine
  • “Rosas amarillas” (2021), Revista Irradiación
  • “La puerta” (2022), Revista Inéditos
  ➤ Pueden encontrarlo en Instagram.

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