Las escrituras del abismo

Foto de Heber Vazquez

escrito por Diony Scandela

Cuando Dios construye una iglesia, el diablo construye una capilla 
Martín Lutero

    Entre los tantos registros de misterios y fenómenos acontecidos en años posteriores a la Reforma Protestante, según contó el historiador Bartolomeo Banucci en la Conferencia Anual de Historia de 1966, se tiene el de las horribles visiones que presenciaron dos teólogos españoles en Ginebra, Suiza en 1557, las cuales quedaron registradas en enigmáticos textos anónimos. Nada más y nada menos que el teólogo, lingüista y predicador sevillano Cipriano de Valera y el impresor Lorenzo Jacobi.

    El primero fue conocido por los anales de la historia por haber publicado una fidedigna versión de las Escrituras en 1560, conocida como la Biblia del Cántaro. El segundo, amigo fiel de Cipriano e impresor de la Biblia. Cipriano, antiguamente monje del Monasterio de San Isidoro del Campo y ahora convertido a la fe protestante causó polémica cuando reviso, editó y promocionó la versión de la Biblia del teólogo protestante Casiodoro de Reina, despertando la endemoniada ira de la Inquisición española.

    Tanto así que la maquinaria religiosa de sacerdotes quiso apresarle innumerables veces para quemarlo en la hoguera. Este se vio forzado a huir junto con doce monjes jerónimos que habían renunciado al catolicismo. Los enemigos de Cipriano le habían acuñado el apodo del «hereje español» por excelencia. Como se sabe, la ciudad de Ginebra se había convertido en una especie de teocracia regida por las fuertes normas religiosas de Juan Calvino. De hecho, Cipriano de Valera, gran amigo de Calvino escribió el prólogo a la edición de Institución de la religión cristiana en 1541.

    Cipriano de Valera se hallaba en una residencia cercana al casco central de Ginebra. Era octubre. Hacia muchísimo frío y los continuos relámpagos anticipaban una próxima lluvia torrencial. Allí redactaba su edición de la Biblia; buscando el lenguaje más adecuado a cada versículo, cada fragmento de las Escrituras, el teólogo se basaba en el Textus Receptus: un caudal de hebreo y griego antiguo de donde los traductores lograban absorber las fuentes originales del Nuevo Testamento. Aunque el lingüista tenía pensado ir a Inglaterra algún día, esperaba que la situación allá cambiase con el ascenso de un nuevo monarca que apoyara la difusión de las ideas reformistas. Todos estos pensamientos aleteaban en la mente del ocupado teólogo mientras redactaba en pergaminos su gloriosa Biblia.

    La habitación suya daba con una escalera en forma de caracol que llegaba hasta el sótano de la residencia; y es que aquella casa vetusta había sido el hogar de un lascivo obispo que había trabajado como un enviado de Roma muchos años antes, siendo aquel lugar un sitio testigo de las horribles matanzas y desenfrenos de aquel hombre con sotana. Cipriano sabía que algo pasaba cuando oía extraños pasos en el sótano durante las noches. No eran solamente pasos, también como el efecto de sonido de cuando se prende fuego. Rasguños, chasquidos, pasos arrastrados y lentos, roces con algo metálico y hasta bostezos; toda la gama de ruidos molestos que podrían afectar la tranquilidad de la noche.

    El teólogo le preguntó a su amigo Lorenzo Jacobi, quien dormía en la habitación contigua, si había oído algo. Él le respondió que no. Cipriano de Valera no hizo caso a los ruidos y volvió a su ardua tarea; decidió no prestarles atención a los ruidos a pesar de que se volvían más molestos día tras día.

    Pronto la escritura se volvió frenética. Cipriano de Valera sufría ataques de nerviosismo mezclados con fuertes migrañas, sus manos parecían entumecerse y perder el control. Una noche, la tinta salpicó como por arte de magia del tintero, y la pluma comenzó a escribir sola en el pergamino. Valera ya estaba descartando toda alucinación producto de las horas sin dormir y señalando esto como una presencia satánica.

    Fue una semana completa en la que el teólogo vivió una pesadilla. Los sonidos infernales y los constantes ataques de nervios ya se habían convertido en periodos cortos de fiebre con sudoración excesiva. Ni las hierbas medicinales que les llevaron unos hermanos calvinistas ni un aceite de ricino que le había traído Lorenzo Jacobi pudieron curar a Cipriano de Valera. El teólogo, conocido por ser un hombre apuesto de rasgos finos y buen vestir terminó hecho un hombre pálido, con rostro demacrado y barba descuidada.

    A pesar de todo seguía orando tres veces al día y escribiendo en sus pergaminos. Las noches se convirtieron en un témpano de hielo, una atmosfera oscura de frías tinieblas donde los fantasmas vagaban como energías en busca de récipes humanos.

    Una noche los sonidos fueron más horrendos. Los rasguños de pezuñas eran más agudos, luego unos alaridos humanos, pero como mezclados con aullidos de lobo. Cipriano de Valera recitó en voz alta una oración que había aprendido cuando huía de la Inquisición allá en España:

    —El Dios Omnipotente cuida a sus hijos por medio de su Hijo. Su Palabra es excelsa, Sus Designios son eternos, más resplandecientes que la luz del sol. Las moradas que Cristo nos tiene reservadas para los que le aman en Espíritu y Verdad son la corona que hemos de recibir.

    Los ruidos cesaron. Era de tarde y por la ventana soplaba el céfiro helado; las hojas de pergamino del teólogo fueron movidas por el viento, formando un torbellino de papel. Cipriano miró hacia la escalera que conducía al sótano. Decidió ir hasta allá.

    —Bajad a las sombras, en el Nombre de Jesucristo ¡Destruid las artimañas del Maligno! Alabad al Señor que vive y reina… —Repetía el teólogo, sudando mientras bajaba cuidadosamente por la escalera de piedra.

    Había oído por boca de unos hermanos calvinistas que no debía descender al sótano de la casa, pues allí estaban los perversos instrumentos que en años anteriores usó el Santo Oficio para torturar a los herejes. Pero Cipriano, vestido con un elegante traje verde y gorro de humanista, vio cómo en su vestimenta se iba reflejando la luz roja de la abertura de la puerta de madera. Por allí se filtraba un haz de luz, como si de una hoguera se tratase. Cuando accionó la llave que abría la puerta vio las peores abominaciones nunca antes descritas en aquella época.

    El recinto era grande y ancho como una caverna; había pilares de roca por donde reptaban infernales demonios de aspecto carmesí. También los pilares estaban adornados con raras formas de arquitectura blasfema con cruces invertidas, símbolos esotéricos y escritos en latín con palabras obscenas que no se pueden mencionar aquí. Cipriano de Valera vio también a demonios volando como murciélagos. Tenían los rostros como de anfibios, orejas en forma rombo, bocas ofídicas y ojos saltones como de búho. Los sonidos que producían eran como la mezcla de un maullido y gritos humanos. El teólogo estaba estático. Completamente aterrado, pero el miedo, puro y frío, evitaba que se moviera o corriera.

    Hacia el fondo del recinto unos demonios vestidos como sacerdotes católicos torturaban a un demonio vestido como fraile jerónimo (orden religiosa a la que había pertenecido Cipriano años antes de convertirse a la fe protestante). Cipriano vio también calderas gigantescas de lava donde piernas humanas sobresalían, era como si los estuviesen torturando. Un demonio negro y con aspecto de simio con cuernos vestía una sotana larga como la del Papa y una mitra en la cabeza. Hablaba con una voz satánica, emitiendo juicios en latín sobre los torturados. Otro demonio venía volando con sus extensas alas de murciélago, y su boca ofídica, se llegó a las calderas donde estaban los desgraciados y colocó un cartel en español: «AQUÍ YACEN DOS PROTESTANTES MALDITOS».

    Cipriano de Valera sintió cómo un nudo de miedo, tristeza e impotencia se arremolinaba en el estómago; una sensación de tristeza profunda le embargó el alma. Casi cayó al suelo, desconsolado. Lágrimas cayeron por su rostro galante. Y es que aquellos torturados eran familiares para el lingüista español. Hace años en Sevilla, la Inquisición Sevillana había llevado a juicio a más de veinte monjes, clérigos y predicadores. Los hombres murieron quemados en la hoguera por haber abrazado la fe protestante. Entre esos sabios, Juan Gil y Constantino de la Fuente fueron quemados vivos por «herejes». Era una época de letras y sabiduría, pero la maquinaria perversa de la Iglesia estaba ganando la batalla al librepensamiento. Cipriano vio a otros demonios vestidos como cardenales, levantar una estatua de madera de San Andrés para luego quemarla en el fuego.

    Más allá de una escalinata un ejército de demonios peleaba entre sí por pedazos de carne humana. Cipriano, oculto entre unos pilares de roca, recitaba oraciones en voz baja mientras veía a los demonios desgarrar el cuerpo descuartizado. El teólogo reconoció el rostro de aquella masa deforme: era Tomás de Torquemada, el célebre inquisidor y asesino de vidas inocentes. Otros demonios, que reptaban por las paredes como lagartijas, grababan consignas en latín donde blasfemaban de Cristo y la Trinidad. Cipriano de Valera tomó aire y luego comenzó a recitar una oración en voz alta.

    —El Dios Omnipotente cuida a sus hijos por medio de su Hijo. Su Palabra es excelsa, Sus Designios son eternos, más resplandecientes que la luz del sol. Las moradas que Cristo nos tiene reservadas para los que le aman en Espíritu y Verdad son la corona que hemos de recibir…

    Enseguida vio cómo veinte demonios de ellos caían al suelo, muertos de dolor por las palabras. Cipriano repitió la oración y surtió el doble de efectividad. Cada mención a Cristo y a Dios era como espadas afiladas que partían a cada demonio por la mitad. Un demonio cornudo y encorvado, con aspecto de anfibio, se acercó a Cipriano suplicándole con voz diabólica.

    —¡¿Qué quieres de nosotros, hombre santo?! No nos tortures con tu Señor… ¡No lo hagas!

    —¡Apartaos de mí, gusano de Satanás! Que el Señor te reprenda —respondió Cipriano, señalando con su dedo.

    El demonio contrajo la cabeza y cayó al suelo donde luego se prendió en fuego. El olor a azufre comenzó a sentirse. Cipriano, armado de valor, corrió hacia la escalera. Iba por más herramientas para exterminar aquel portal del infierno. Si combatió en esos momentos con hierro, con hierro iba terminar la batalla. Ascendió hasta llegar a la habitación.

    Cuando llegó, lo estaba esperando Lorenzo Jacobi el impresor, con aspecto extrañado le dijo que lo había buscado por dos días. Cipriano de Valera, empapado de sudor, le respondió que solamente se había ido por una hora. Luego de tomar aire le explicó a Jacobi sobre las infernales visiones que había tenido en el sótano de la casa. Lorenzo Jacobi le creyó cada cosa, pues hace dos noches soñó con eso mismo. Ambos se pusieron a orar y se propusieron ir en una cruzada armada para exterminar ese portal en el Nombre de Jesucristo. Cipriano fue hacia el armario de la sala principal donde había un hacha y un escudo. El impresor Lorenzo Jacobi hurgó entre la habitación de los objetos viejos y consiguió una espada de doble filo.

    —Ceñíos vuestros lomos, don Lorenzo —decía Cipriano—. Esta noche veréis las peores abominaciones de nuestro tiempo. Por tanto, forjad vuestra valentía como buen soldado de Cristo, como buen heraldo del Señor. ¡Usad mi vieja túnica de monje como disfraz! Allí esconderemos más objetos afilados.

    —Que el Señor nos proteja, don Cipriano. Tenía mis dudas, pero creo que ya es necesario contaros: Calvino tenía pensado incendiar esta casa por el mismo motivo. Tal parece que los antiguos miembros enviados de Roma practicaron cultos satánicos. Una mezcla de religiones celtas y babilónicas donde se asociaba al Diablo con un chacal. Quería contaros, mi buen señor, pero ya sabéis como sois de apasionado por vuestro trabajo. Habéis puesto tanto ahínco en tu sacra empresa que os he conseguido el lugar más barato de Ginebra para que hagáis vuestro trabajo. Sé que cometí el error de no contaros, mas perdonadme, hay que salir de este lugar después de destruir a esas bestias infernales.

    Lorenzo Jacobi se sentía apenado y bajó la cabeza. Cipriano de Valera, esbozando una sonrisa, le dio un abrazo y levantando el hacha le dijo:

    —¡No hay tiempo para lamentaciones, mi buen Lorenzo! Oportuno es destruir a los esbirros de Satanás, en el Nombre de la Santa Trinidad.

    Los valientes teólogos emprendieron el descenso por la escalera. A medida que bajaban, el frío de la madrugada pasaba a convertirse en el calor generado por aquel portal del infierno. De un golpe abrieron la puerta. Todo el recinto estaba igual, excepto por algo: los demonios que Cipriano había visto horas antes estaban apilados en una montaña como de dos metros. Descuartizados, desmembrados, alanceados y decapitados; todas las formas más violentas de muerte estaban plasmadas en esa asquerosa pila.

    Lorenzo Jacobi estaba aturdido. Cipriano de Valera lo tranquilizó, luego señaló hacia las paredes donde en grandes calderos con lava varios hombres vestidos como cardenales eran torturados. En otro caldero había dos hombres inquisidores desollados. En un caldero estaba un antiguo vicario con el estómago abierto por donde le salían las tripas, pero lo más horrendo fue ver a un misterioso monstruo sentado en un trono de huesos.

    La bestia medía como tres metros de alto, despedía un olor nauseabundo y tenía cabeza de chacal. Era increíblemente musculoso bajo el pelaje negro. La cabeza canina mostraba un caudal de sangre que salía de sus labios. En la mano derecha (o pezuña), tenía un manuscrito gigantesco hecho con la piel humana que salía del cuerpo degollado de un Papa. Sentado en un trono de huesos secos, el gigante monstruo chacal escribía con una pluma sobre el pergamino hecho de piel humana las peores blasfemias. A los pies del monstruo otro grupo bestias peludas y feroces como chacales venían en fila con pedazos de piel humana. Un río de sangre iba quedando a su paso cuando aquellas bestias caminaban por el suelo de aquel recinto-caverna.

    Cipriano de Valera y Lorenzo Jacobi suponía que aquello era una burla diabólica hacia el ministerio de traducción de la Biblia. Satán y sus demonios empleaban objetos, ritos y símbolos de la tradición cristiana para hacer mofa. Era necesario dejar claro quién es el que manda.

    Los teólogos corrieron hacia el fondo del escenario. Cipriano con su hacha. Lorenzo con su espada. Enseguida los monstruos chacales respondieron con infernales aullidos y comenzaron a correr en cuatro patas. El hacha y la espada de los teólogos cortaron cabezas, brazos, patas y extremidades inferiores. Estaban decididos a exterminar aquella peste. Pronto, después del batir del hierro tenían varios pedazos de carne infernal a sus pies, Lorenzo Jacobi, disfrazado de monje jerónimo sacó debajo de la sotana unos mazos que solían usar los inquisidores en Sevilla. Eran mazos con púas de metal.

    —La Palabra de Dios es más cortante que una espada de dos filos —decía Lorenzo, aludiendo a un versículo, a la vez que masacraba monstruos con la espada.

    Cipriano de Valera con su hacha cortaba cabezas. Abría estómagos, lo cual dejaba al descubierto las entrañas de los demonios chacales. El lingüista español ya había manchado su hermoso traje de la realeza con abismal sangre negra.

    —Y ya también el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego —decía Cipriano de Valera, refiriéndose al versículo de San Mateo 3:10.

    De repente, comenzaron a llegar más y más chacales. Las bestias eran variadas en formas y colores; monstruos plateados, negros, encorvados, delgados, gruesos, e incluso bestias disfrazadas de sacerdotes. Desde el trono de huesos el gigante dios-chacal gritaba y maldecía en un lenguaje desconocido. Cipriano pudo reconocer algunas palabras en latín y hebreo antiguo. Los dos teólogos se hallaban rodeados por los monstruos chacales; malolientes y con un enjambre de moscas que les sobrevolaban las cabezas, los monstruos mostraban sus amarillos dientes a la vez que gruñían a Cipriano y Lorenzo.
De repente, Cipriano habló:

    —Don Lorenzo, es hora de combatir con la cruz a estos esbirros. ¡Buscad el saco que dejamos en las escaleras!

    Lorenzo Jacobi corrió hacia las escaleras mientras mataba con su espada a dos chacales que se le interponían; pronto regresó y trajo un saco lleno de cruces de madera. Cada cruz tenía un mango de bronce. Cipriano mojó cada cruz con brea que había en una esquina del recinto, mientras Lorenzo lo cubría, las cruces mojadas con brea fueron acercadas al fuego. Antes eran armas espirituales, ahora pasaban a ser armas físicas. Los teólogos embistieron con las cruces encendidas en fuego a los chacales; cada monstruo recibía horribles quemaduras, otros caían al suelo asediados por las llamas.

    Con los chacales heridos por el fuego, Cipriano y Lorenzo aprovecharon para exterminarlos con la espada y el hacha. Rodaron cabezas por el suelo. Cabezas antropoides de monstruos chacales. En pocos minutos aquel recinto-cueva pasó a ser un basurero del infierno. Una asquerosa escena de carnicería propia de una visión del gran Dante Alighieri. Era atroz. Pronto, Cipriano de Valera y Lorenzo Jacobi, profundamente agotados, se hallaban ante el trono del gigante dios chacal.

    El trono de huesos secos resonó cuando el monstruo se puso en pie. Tan grande era aquella bestia que su cabeza tocaba el rocoso techo de aquel lugar. Los teólogos creyeron ver trozos de carne humana entre las garras de sus patas.

    —Mekosh orgem-alich amoos… Santcis Draconis, shedim baalzebub —hablaba en varios idiomas por medio de un satánico babel de principados demoníacos.

    Los teólogos echaron todas cruces del costal, lo cual consiguió que todo se convirtiera en una forma irregular de fuego. Con sumo cuidado lanzaron el saco prendido en fuego y la echaron en el trono del dios chacal. Lorenzo Jacobi corrió hacia una esquina donde había un recipiente de brea y a continuación lo derramó en el suelo formando un sendero que iba haciendo fuego al entrar en contacto con el trono de huesos secos. La bestia, enloquecida de dolor y cegada por la ira, era consumida por el fuego. La atmosfera del recinto empezó a llenarse de azufre. Como esencia del abismo, como aroma del infierno.

    Los teólogos sabían que debían huir de allí y dejar que el maligno ser fuera devorado en su inmundicia. Cuando fueron a la salida, tres chacales monstruosos y deformes se les interpusieron. Estaban vestidos con túnicas de monjes, tenían en sus lanudas manos unos pergaminos hechos con piel humana como escribanos del diablo, listos para publicar un evangelio del Príncipe de las Tinieblas.

    —¡La sangre del Cordero tiene poder! ¡Él los ha vencido en la Cruz! —gritó Cipriano de Valera a la vez que los decapitaba con su hacha.

    Lorenzo, asombrado por aquella valentía, cogió las cabezas y las llevó consigo. Eso serviría como prueba a la población de Ginebra de que aquella casa, por ser un portal a regiones infernales, debía ser reducida a cenizas. Cuando iban ascendiendo, los gritos bestiales del dios chacal se iban haciendo cada vez más fuertes. Pronto llegaron a la habitación de Cipriano. Los teólogos cogieron los escritos, el tintero, la pluma y todas sus ropas para luego salir de la casa.

    Afuera había unos veinte hermanos calvinistas asustados por los gritos horrendos que habían oído salir de la casa. Lorenzo Jacobi les explicó todo lo acontecido en el sótano, pero nadie le creyó. Cipriano, cansado y dispuesto a presentar pruebas, sacó de entre un saco las tres cabezas de los monstruos chacales.

    Los hermanos calvinistas retrocedieron asustados. Se organizó rápidamente un consenso y decidieron prenderle fuego a la casa. Toda la estructura de madera quedó reducida a cenizas. Con el fuego fue sellada la entrada a la región infernal. Cipriano de Valera, arrodillado, recitó una oración que fue seguida por los hermanos calvinistas y Lorenzo. Aquello había sido una abertura en el curso normal de la realidad, una batalla espiritual y física donde el ejército de las Tinieblas había mostrado sus peores mutaciones. ¿Quiénes eran aquellas horribles bestias chacales? ¿Cómo se había abierto ese portal? Posiblemente, en años anteriores a la implantación de doctrinas calvinistas en Ginebra, aquella casa había sido el foco de rituales paganos donde inquisidores entraron en contacto con fuerzas oscuras para así abrir ese portal; y es que en las ruinas, después del incendio, quedaron varios manuscritos quemados.

    Se leía en ellos ciertas prácticas antiguas muy parecidas a los sacrificios que realizaban los druidas en Irlanda. En una comisión posterior del Consistorio la autoridad principal de Ginebra llegó a la conclusión de que Europa estaba siendo asediada por una religión pagana proveniente de Babilonia, que había cimentado a sus principales rituales entre los círculos de las creencias celtas con el pasar de los siglos, todo registrado a través de años en libros malditos que la misma Inquisición había censurado. Cosmogonía chacal, también conocido como Dark Cults of the Jackal llamado también Documentus Cannis in Diaboli por la cúpula eclesiástica del Vaticano.

    Todo vestigio de aquel culto siniestro fue rastreado por toda Suiza. Tanto la comunidad protestante como la católica estuvieron unidas en apoyo a la causa: buscar y exterminar estos peligrosos cultos. Cipriano mismo tuvo que irse de Ginebra años después (en 1562) y, residenciarse en Inglaterra donde enseñó en Cambridge y Oxford con permiso de la reina protestante Isabel I.

    En 1602 saldría a la luz la «Biblia del Cántaro» después de arduo trabajo, pues fue un proceso que le llevó más de veinte años. Valera es uno de los principales pilares de la traducción bíblica en España, fomentadores de las artes, la cultura y la Literatura del Siglo de Oro, pero también los responsables de entorpecer el librepensamiento, la libre practica de expresión cristiana contraria a los dogmas de la Iglesia Católica. Y no por nada los siguientes pontífices les acuñarían el término de «heresiarcas» y «líder de herejes» a estos grandes sabios de las letras.

    Es necesario aclarar que no se tiene mucho conocimiento del siniestro culto al dios chacal. Hay pocas fuentes y el material recuperado por los inquisidores fue en su mayoría exterminado por las constantes revueltas que han azotado Europa. De alguna forma, Bartolomeo Banucci (incluso antes de su fallecimiento en 1969) en conferencias nos advirtió constantemente que el mundo debe estar preparado, porque las sombras pueden surgir en cualquier instante. El terrible dios chaval acecha como un gusano entre las hojas de nuestra realidad.

----------
  ➤ Diony es un escritor y diseñador venezolano que se ha influenciado por las obras de Edgar Allan Poe, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, Lovecraft, García Márquez y Julio Cortázar. Apasionado lector de la Biblia.
  ➤ Ha escrito varios cuentos y libros, algunos de sus obras son:
  • "Perros de la prehistoria" (2017)
  • "Castillo de Gárgolas" (2020)
  • "Gloria in Excelsis Deo" (2022)
  ➤ Pueden encontrarlo en su perfil de AutoresEditores.

Comentarios

Entradas populares

Palabras clave

leer cuentos, leer poemas, revista literaria, relatos de horror, relatos de sci-fi, relatos de ciencia ficción, relatos de fantasía, relatos de weird fiction, relatos y cuentos de ficción, convocatorias literarias para horror, sci-fi, fantasía y weird fiction, poemas de horror, poemas de sci-fi, poemas de ciencia ficción, poemas de fantasía, poemas de weird fiction

Aviso legal

Todo el contenido publicado en este espacio tiene la finalidad de promover la lectura, asimismo dar un lugar a las personas que gustan de escribir géneros de ficción especulativa. Los números benéficos pretenden no sólo promover la lectura e incentivar nuevos temas, sino también dar apoyo a las asociaciones de ayuda social beneficiadas. Todas las obras publicadas fueron enviadas por sus mismos creadores. Las ilustraciones y fotografías salen de los bancos de imágenes de libre uso, son anónimos o se tiene el permiso del artista. La revista no se hace responsable si los autores cometieron fraude con las obras enviadas; si se da el caso, comunicarse con la editora para eliminar de la colección la obra en cuestión.