En la torre

foto de autor desconocido

escrito por Francisco Cayuelas Carbonell

    ¿Qué pudo haber hecho el oficial de la base para que su comandante lo castigara con la limpieza de la vieja torre vigía?

    Debió de cometer una imprudencia, pero nada grave: el castigo, aunque severo —hacía más de veintiséis años que la torre había sido abandonada—, distaba mucho de ser el peor registrado en aquella base. El oficial, sin embargo, no tenía idea de cuál había sido su falta. No hubo advertencia ni oportunidad de explicarse, ni siquiera una palabra de su superior.

    Solo una nota breve, escrita con una caligrafía torpe y plagada de manchas de tinta, probablemente por una pluma ya moribunda. En ella se le ordenaba limpiar la torre hasta dejarla como nueva. Nada más. Ni firma, ni sello. Solo pudo suponer que venía del comandante, el único con autoridad para imponerle semejante tarea.

    Al acercarse al edificio lo primero que percibió fue el hedor. Era persistente, nauseabundo, y se le aferraba a cada vello de la nariz. Rápidamente se cubrió la boca con el pañuelo que había traído para el polvo, sacó la llave maestra del bolsillo y giró el picaporte.

    Mientras abría la puerta, el oficial notó la presencia de un cubo a la derecha del marco de la puerta. Estaba repleto de un líquido espeso y oscuro. Se acercó, movido por curiosidad involuntaria, y confirmó lo que sospechaba: el cubo estaba lleno de excrementos.

    Desconcertado, y con la angustia creciendo en el pecho, dio un paso dentro. Con un solo vistazo comprendió el abandono: la madera estaba podrida, las piedras cubiertas de polvo, y el techo abierto como una herida de cañón dejaba pasar la luz en haces sucios y delgados. Justo enfrente, bajo la aspillera, una silueta humana yacía tendida en el suelo. Consternado por lo insólito de la escena, el oficial avanzó con pasos pesados, cada uno más difícil que el anterior, hasta quedar junto al cuerpo. Era un hombre de más de sesenta años, decrépito, con una barba larga y blanca como la ceniza, envuelto en harapos que apenas podían considerarse ropa. Dormía plácidamente, abrazado a un fusil.

    El oficial intentó despertar al viejo con unos suaves toques en el brazo. Al ver que, tras varios minutos, no obtenía respuesta, comenzó a darle pequeñas bofetadas en la cara acompañadas de gritos desesperados: —¡Despierte! ¡Despierte!

    En ese instante, el anciano comenzó a estremecerse. Su cuerpo temblaba como si una corriente invisible lo recorriera. Alzó lentamente un brazo huesudo y, con un gesto vago de la mano, murmuró con voz ronca y cansada:

    —Vete... Déjame en paz.

    Pero el oficial se negó a obedecer la orden del anciano. Algo en aquel lugar, en esa escena absurda, le impedía marcharse. Con voz firme, aunque cargada de inquietud, preguntó:

    —¿De dónde sacó ese fusil? ¿Quién es usted?

    El viejo ya parecía más consciente, aunque seguía negándose a abrir los ojos. Tras un breve silencio murmuró con voz seca, como si cada palabra rasgara su garganta:

    —Creo... creo que alguna vez fui un soldado. O tal vez no lo fui. No lo recuerdo bien... hace demasiado tiempo. Recuerdo que, hace mucho tiempo, alguien me pidió que entrara a esta torre. Nunca me dijeron por qué, pero tratándose de una torre vigía, supuse que la orden era vigilar la costa, probablemente para prevenir un ataque. Como nunca me indicaron cuanto tiempo debía quedarme, deduje que tendría que vigilar hasta que alguien me ordenara retirarme. Esa orden nunca llegó. Aunque bajo al pueblo todos los fines de semana para ir a mi casa, entre semana sigo aquí, en esta torre, vigilando sin descanso.

    —En cuanto al fusil —dijo el viejo—, un día, al volver de la casa del pueblo, lo encontré apoyado en la pared exterior de la torre. Pero dejemos tanta cháchara —gruñó el viejo—. ¿Quién coño eres y por qué has roto mi descanso?

    En ese momento el anciano se incorporó por fin y, por primera vez, mostró su rostro. Era uno con la torre misma: marcado y desgastado por el tiempo. Sus ojos, opacos por unas cataratas, se mostraban vacíos, sin vida. Su tez arrugada parecía un terreno seco, listo para ser sembrado.

    —Soy uno de los oficiales al cargo de esta base —dijo el oficial con tono solemne—. Se me ha castigado con la limpieza de esta torre. Un castigo que, estando usted presente, me es imposible cumplir. Por eso le pido que se marche.

    —Ahora lo entiendo —respondió el viejo—. Eres la orden que he estado esperando toda mi vida. Por fin podré retirarme. Tú serás el siguiente encargado de vigilar la torre en mi lugar.
 
    —No es así —replicó el oficial, haciendo un gesto de desprecio con la mano—. Le he dicho que mi castigo es solo limpiar esta torre mugrienta.

    —No puedo retirarme sabiendo que cuando lo haga, nadie continuará vigilando en mi lugar. Eso pondría en peligro la misión que un día se me asignó —dijo el viejo mientras recogía el fusil del suelo.

    —Señor, le pido nuevamente que se marche —dijo el oficial con voz firme mientras agarraba del brazo al anciano—. Debo cumplir con mi castigo; de lo contrario, podrían expulsarme de la base o imponerme una pena mayor. ¿No ve que ni siquiera sabe quién es? Apártese, no tiene nada que hacer aquí.

    En ese instante, un fuego que el anciano creía extinguido volvió a arder dentro de él. La rabia se apoderó de su cuerpo frágil y, con una fuerza que parecía imposible para unos brazos casi sin carne, alzó el fusil y lo apoyó contra la frente del oficial, encañonándolo.

    —No pienso hacer nada de lo que me ordenas —gruñó con voz áspera—. Quieres que fracase en mi misión, que renuncie al mayor acto que un hombre puede realizar: cumplir con su deber. No me creo lo de la limpieza. Tú has sido designado para reemplazarme.

    Hizo una pausa, respirando con dificultad, y continuó con una mezcla de vehemencia y cansancio: —Puede que ya no recuerde si alguna vez fui soldado; la memoria se pierde con los años, como tantas otras cosas. Pero sé una cosa con certeza: se me encomendó una misión y la cumpliré. Por eso, permanecerás en esta torre. Cada día la cerraré con llave, contigo dentro. Vendré armado con este fusil, apuntándote como ahora, y me aseguraré, hasta el día de mi muerte, que cumplas con el deber que te han encomendado... Lo primero que harás será jurarme tu lealtad —dijo el viejo con voz firme—. Para ello, toma ese cubo lleno de mis desechos y bébelo.

    El oficial volvió la mirada hacia el cubo. Una angustia profunda le recorrió el cuerpo; era plenamente consciente de que su futuro solo podía ser uno de dos: el de un hombre muerto, o el de alguien que bebió los excrementos de un anciano, condenado a despertar cada día bajo el frío abrazo del acero de aquel fusil.

    Cargado de una valentía desesperada, el oficial le propinó una patada al anciano. Con una fuerza nacida de meses de entrenamiento —y de una furia contenida— consiguió arrebatarle el fusil. Sin perder tiempo, giró el arma y apuntó directamente al viejo. Pero este, lejos de mostrar miedo, se envalentonó.

    —No tienes el valor de apretar el gatillo —dijo con una sonrisa torcida—. No cuentas con la entereza necesaria. Ni siquiera pudiste cumplir con el mísero castigo de limpiar una torre olvidada.

    Las palabras del anciano se clavaron como cuchillas. El oficial sabía que algo de verdad había en ellas. ¿Qué clase de soldado era si no podía con una simple orden? ¿Si se dejaba doblegar por un viejo delirante?

    Se sintió vacío. Una desgracia hecha carne. Las primeras lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Entonces el anciano señaló la puerta de la torre. A lo lejos, el comandante se aproximaba corriendo, gritando algo que el oficial ya no escuchaba.

    En ese instante, como si todo hubiera alcanzado su única conclusión posible, el oficial volvió el fusil hacia sí mismo, mordió con todas sus fuerzas el cañón y, con una determinación cruel y final, apretó el gatillo.

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  ➤ Francisco es un escritor español con gusto por los relatos breves, existenciales y simbólicos.

Comentarios

  1. Tengo una pregunta, ¿el castigo viene realmente del comandante o es metáfora de la obediencia ciega?
    Me ha encantado el relato, te hace reflexionar sobre la obediencia ciega por el simple respeto a un superior.

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