Metaldrachen
la fotografía original fue tomada en Auschwitz,1944, donde aparece Josef Mengele en medio de dos comandantes de la SS |
escrito por Diony Scandela
La vida es sólo la muerte aplazada
—Arthur Schopenhauer—
Y se le permitió infundir aliento a la imagen de la bestia
—Apocalipsis 13:15—
El sitio de la base secreta de la Terstörer: el último bastión de las ideas del führer, liderado por Herr Engel, una masa con obesidad mórbida. El año era 1977 y el lugar era un punto de la Antártida (no detectado por los satélites). El mundo en constante guerra e intrigas militares y parte de las grandes potencias sepultadas por los conflictos bélicos; como en una novela distópica, la década de los setenta era muy diferente a la que observamos en los libros de historia. El ser humano se había vuelto paranoico, desconfiado y egoísta por causa de los conflictos internacionales; la ciencia había avanzado a pasos agigantados, pero se usaba mayormente para fines militares.
El proyecto “Resurgimiento de bestias arias” o Metaldrachen había sido completado en un ochenta por ciento, y todo el mérito se lo llevaba la brillante Erika Mengele, descendiente directa del mismo Joseph Mengele. Fruto de una larga línea de científicos y estrategas militares. Aunque la Terstörer recibía financiamiento de algunas dinastías europeas, el pago que recibía no dejaba de ser miserable. De nada sirvió el maldito doctorado en Robótica e Informática en la Universidad “Wotán” de Berlín.
En siete largos años lograron recrear desde los fósiles a tres monstruos jurásicos. Dos años bastaron para transcribir el ADN de un Tarbosaurus, un Baryonyx y un Triceratops para encapsularlos en cámaras criogénicas. Un año para contratar a los mejores especialistas en Diseño Industrial, quienes diseñaron los planos de los Metaldrachen. Armatostes de titanio. Gigantescos (superaban los tres metros), traerían una nueva victoria al Nuevo Eje. Era un sueño que trascendía siglos y se suspendía en la helada Antártida.
Vista desde afuera, la imponente fortaleza de la Terstörer lucía como una futurista nave espacial: gris, metálica y apenas visible entre la nieve. Las banderas con esvásticas ondeaban con fuerza junto a una enorme cabeza de Adolf Hitler. Allá a lo lejos, en la torre de vigilancia custodiada por al menos quince soldados arios, el obeso Engel enfundado en una túnica blanca entonaba un himno nazi. Aquel amorfo alemán de trescientos cincuenta kilos se desplazaba en una andadera gravitatoria. Los ojos azules inyectados de odio, apenas visibles entre la masa de grasa facial. Cuando no estaba contactándose con tropas en puntos estratégicos del mundo, veía pornografía barata en algo llamado “Internet”. Por eso haló una palanca y fue desplazándose desde la torre hasta la sala de operaciones de la Terstörer. Pasó a través de los paneles decorativos de neón, donde se mostraba a Hitler y Goebbels hablando a las tropas.
Cuando llegó a la cabina experimental y las compuertas de cristal se abrieron, buscó desplegar su amorfo cuerpo en la señal distintiva del führer:
—¡Heil Hitler!
—¡Heil Hitler! —responde la hermosa Erika a secas.
—Luces hermosa como tu madre. Aquella perfecta rubia ojos azules… Amor de juventud, Erika. Una valquiria hermosa de grandes pechos.
Erika se levanta de su silla y le da una bofetada a Engel. La masa de obesidad apenas dibuja una retorcida sonrisa mientras busca elevar un poco el brazo entre su amorfa humanidad:
—Más respeto, herr Engel. De no ser porque pagaste mis estudios y me hiciste una de las mejores servidoras del Nuevo Eje, cortaría tu lengua y te sacaría los ojos.
—Inténtalo. Me causaría un orgasmo celestial, Erika. ¿Tienes amnesia o aún puedes recordar? —Abrió los ojos casi desorbitados—. ¡¿No lo recuerdas?! Barrimos con la maldita Unión Soviética. ¡Boom! Aquella bomba atómica en el Kremlin de 700 megatones. Luego los cuerpos calcinados, fulminados como en el Armagedón. Tú anhelabas más destrucción, Erika, por eso conservaste en un biotraje el cerebro de nuestro führer. —Engel levantó sus amorfos brazos y rio a carcajadas—, ese cerebro es el que da energía a toda esta estructura. Un dispositivo capaz de canalizar las neuronas. ¡Dar vida a todo este complejo! Salve nuestro cerebro ario. Porque en él podemos confiar.
Engel tuvo un repentino acceso de tos, y Erika ignoraba a su jefe. Contemplaba allá abajo en el gigantesco anillo industrial (el lugar de pruebas), donde tres bestias de titanio reposaban a la espera de que se les infundiera vida; una enorme maleza de cables surgía desde sus cabezas. Recordó con cierto asco que cada Metaldrachen tenía un cerebro judío: tres cerebros de científicos judíos fueron extraídos de estos y, con ayuda de la gaya ciencia, canalizaron la energía para implantarlos en los circuitos de las bestias. Luego despertó de su trance:
—Los metaldrachen. Ellos serán el carro de batalla de nuestra causa.
Engel activó un botón en su andadera gravitatoria y enseguida sonó el Ocaso de los dioses de Richard Wagner en todo la base.
—Nuestros nombres se escribirán en los futuros libros de historia, Erika. Dibujaremos nuestras siluetas en el eterno retorno. Una y otra vez seremos los guardianes invictos, porque el tiempo nos dará la razón. Aún recuerdo cuando creamos aquella arma biológica y reducimos Norteamérica a un criadero de cadáveres. ¡Oh! Mein Gott! Tenemos a Sudamérica de nuestro lado (compramos su fidelidad con armamentos). Es cuestión de tiempo para que tropas nuestras entren a Israel, mientras África es protegida por los hijos de Mussolini.
Aquella obesidad andante de túnica blanca y boca de cerdo sintió un escalofrió cuando sonó la alarma central de la Terstörer. Erika vio soldados correr por los alrededores de la base. Muchos en cantidad y todos portando sus fusiles desintegradores. ¿Quién pudo haber penetrado aquella fortaleza en el fin del mundo? Eran espías israelíes. De alguna manera se habían infiltrado y, peor aun, cuando dos de ellos llegaron a la cabina de comando, sellaron la entrada. Engel se orinó en su túnica. Erika permanecía firme como un muro.
—Aquí morirán ustedes, perros gentiles.
Engel respondió con insultos en alemán y uno de los espías le dio un puñetazo. A Erika le rodearon con un afilado cuchillo; en su idioma planearon intentar abusar de la científica, cosa que Erika entendió (pues conocía el hebreo). Vio con emoción cuando tropas nazis llegaban a la puerta sellada de la sala de operaciones y, acto seguido, la volaban con disparos de sus fusiles. Los judíos amenazaron con abrirles la garganta a Erika y Engel: exigían los planos originales de los Metaldrachen así como del cerebro de Hitler. Pero aquellos se rehusaron. En una acción casi imposible de lograr, Erika Mengele activó un detonador desde el bolsillo de su traje y los judíos cayeron muertos al suelo. Víctimas de un gas carmesí salido de la ventilación. ¡Un químico que solo les afectaba a ellos!
Los aplausos y felicitaciones de parte de Engel no se hicieron esperar, uniéndose también todas las tropas; el obeso líder subió más volumen a la música de Wagner mientras mandaba a traer cerveza para todos. Menos Erika que no bebió, aun concentrada en la computadora que ya marcaba un ochenta y siete por ciento ¿Cuánto más iba demorar? Allá afuera de la base, una fuerte ventisca amenazaba con sepultar algunas tropas de la Terstörer. Uno que otro avión espía israelí era derribado por las tropas arias; en el ambiente se respiraba el aroma a guerra.
Erika se comía las uñas: ya empezaban sus repentinos ataques de ansiedad. No podía pensar con tranquilidad, así que fue a su habitación a llorar de rabia, al ver que su plan no se ponía en marcha. Revisó por quinta vez los diseños originales y el anexo fotográfico; tres cerebros judíos conectados a la base sináptica central. Un cerebro para cada bestia; un pedazo de carne con millones de neuronas haciendo sinapsis, lo cual generaba una energía que podía transformarse en el catalizador de los metaldrachen. “Son el espíritu de las bestias…El alma de los nuevos hijos del dios Führer” le decía Engel al principio del proyecto. Fueron diseños robados de algún creativo dibujante de ciencia ficción al que hicieron desaparecer misteriosamente.
Hizo cálculos y descubrió que hacía falta un ingrediente: otro cerebro para la sináptica central (el monitor de las bestias), un cerebro para guiar a las bestias de titanio; maldijo tres veces su ignorancia. ¡Solo necesitaba un cerebro más! Recordó que aun guardaba el cerebro de su abuelo, “el ángel de la muerte” Josef Mengele en el congelador criogénico de su habitación. Una leve limpieza térmica de aquella masa de carne y estaba listo para ajustarlo a la sináptica. Desde el lugar donde estaba el cerebro del führer una capsula criogénica iba a direccionar la energía hasta las mentes de los metaldrachen, ¡así iniciaba una nueva era! Fue tanta la alegría en el Terstörer que Engel detuvo su momento secreto de ver pornografía para ordenar cerveza alemana para todos. Y aunque en pocos segundos Erika traería la victoria final del Tercer Reich, sabía en el fondo que aquello era mucho más grande que las ideologías, las banderas y los uniformes. Más grande que los miserables conceptos filosóficos humanos y las detestables creencias sin fundamento; tal como su padre predijo que el ascenso ario no sería por un hombre, sino por una mujer.
Allí entre el frenesí de las esvásticas, las banderas y todo el ejército de propaganda nazi, Erika pensaba en el único hombre que amó. El único al que le entrego su cuerpo, su virginidad, una noche mientras la Casa Blanca se incendiaba y la ONU era destruida por misiles; en la privacidad de un bunker fue amada por un supersoldado y, a la vez, una amalgama genética. Creado en un laboratorio con el ADN de cuatro mercenarios sudamericanos. La bestia imparable y asesina (tal vez unos apelativos un poco exagerados). Damián Damocles era su nombre de guerra. Muchos afirmaban ver el rostro de un joven Marx, aunque esto era solo un mito.
Mientras tanto, Engel estaba totalmente embriagado, pero dispuesto a seguir viendo pornografía; se desplazaba por el casi infinito pasadizo de la sala de control. Su andadera gravitatoria apenas podía sostener los 598 kilos de masa amorfa, escoltado por tres soldados hasta que uno de ellos cayó al suelo. Engel se detuvo y los soldados se pusieron en alerta. Luego el precioso piso de cristal manchado de sangre: el soldado caído con una enorme navaja clavada en su garganta. El obeso líder buscó en su mapa digital a un posible atacante. Con la rapidez de un rayo cayó el segundo escolta; un certero tiro en la cabeza que empapó de sangre a Engel. De reojo observó el panel de su andadera la posible amenaza de espías judíos.
—Eres el terrible monstruo de lo imprevisto. Y a pesar de que eres una escoria, un vil gusano inmundo de la resistencia, vienes hasta acá y te enfrentas a nosotros. ¡Das sentido a nuestra gesta! Así que viniste para exterminar el sinsentido de la cotidianeidad.
Dicho esto, el obeso Engel disparó una cápsula que se adhirió al brazo de Damocles, pronto una corriente eléctrica inmovilizó al espía en un tormento que duró unos cuantos minutos. Empero, Damocles logró despegar la cápsula con un cuchillo.
—Deseas liberar a los Metaldrachen, frustrar más de diez años de creación científica… Bla, bla, bla. He aquí uno que se mueve por pura voluntad. Bienvenido, miserable víctima.
El asesino de la resistencia sudamericana, aquella versión del Übermensch, tuvo que esquivar con la rapidez del trueno una ráfaga de disparos que inició el último escolta de Engel; Damocles se llegó hasta él y logró degollarlo en un parpadeo.
—La vida solo es la muerte aplazada —agregó mientras se iba acercando a Engel.
Aquel activó la alarma central de la base y, en cuestión de minutos, Damocles se vio rodeado por diez soldados más. El asesino se puso de pie.
Erika seguía absorta en el panel de la computadora mientras enormes brazos robóticos conectaban los tres cerebros judíos a las bestias de titanio. También el cerebro de Josef Mengele. Pensó en su padre y en su antiguo amante; entonces comenzó hablar para sí misma en un tono solemne:
—Este es el legado de mis ancestros: caos, violencia, tempestad, fuerzas continuas y voluntad de poder. Expansión del dominio.
Se quitó la bata de laboratorio dejando al descubierto un ajustado traje de látex que resaltaba su espectacular cuerpo; entonces golpeó con fuerza el botón de PODER y un resplandor enceguecedor invadió toda la base: habían nacido los metaldrachen. Toda la cámara de contención, la estructura metálica y las bases de la Terstörer comenzaron a colapsar en una secuencia de destrucción que (sorpresivamente) se ejecutaba con lentitud. La científica fue a resguardarse en una esfera indestructible de emergencia mientras veía en su radar de mano que el espía estaba en la base. Los fragmentos del techo cayeron hasta matar unos cuantos nazis.
Mientras tanto, el asesino de la resistencia sudamericana terminaba de arrastrar el cuerpo sin vida de Herr Engel con ayuda de la andadera gravitatoria; le había abierto la garganta de un tajo y la herida había dejado un manantial de sangre en el piso de cristal. Damián Damocles revisó su reloj para contactarse con sus superiores en Isla de Pascua: no había transmisión. Entonces sonó la alarma central, ¡alguien había activado el proyecto! Las bestias arias habían despertado… Tenía presente que todo era parte de la inmaterial e inmanente fuerza destructiva, aquella máxima que (según él y Schopenhauer) regía el universo entero: la voluntad. Que somos esclavos de la impersonal fuerza; Damocles solía repetirse que “la vida es solo la muerte aplazada”. En su frenética y ya acelerada vida hizo del filósofo Schopenhauer su mentor. Ahora, con la alarma activada, el techo de la base se venía abajo y el piso de cristal empezaba a temblar. El estruendo fue como un sismo impregnado de las ansias de dominio y expansión. Producto final de las ideas de Erika Mengele y Engel. ¡El führer resucitaba desde los escombros de la historia!
El primer Metaldrachen, una bestia bípeda de más de tres metros de altura, se elevaba hacia la superficie dando grandes pasos; su ascenso provocó la destrucción de la inmensa torre de la Terstörer. Las horribles fauces metálicas abiertas y los ojos carmesí brillaban con intensidad junto a la esvástica tallada en el pecho de metal. La segunda bestia era una maquina jurásica de tres cuernos. Pisoteaba de forma salvaje a soldados nazis, más aun cuando se acercaron dos aviones israelíes, la bestia disparó dos proyectiles y los derribó en el acto; en un momento final embistió las columnas de la base hasta que la mitad de la estructura se vino abajo. También fue alcanzada la cabeza metálica de Hitler que adornaba la entrada. Damocles fue testigo de esta destrucción y supo que el plan se había ido al carajo. Corrió hacia donde estaba la sináptica central: la idea era desconectar el cerebro de Josef Mengele, el motor que dirigía a los metaldrachen. ¡Solo así evitaría una destrucción a escala masiva! Luchando contra el caos, entre cadáveres deformes, aplastados y charcos de sangre. Finalmente llegó hasta la enorme cápsula que desprendía energía invisible a los Metaldrachen; sacó su pistola desintegradora y destruyó la masa de carne.
Un fragmento de concreto casi lo aplastó, pero Damocles lo esquivó. Luego tres rugidos retumbaron en toda el área. Las bestias estaban sin timón, aun sueltas en la intemperie antártica. ¡Ya no eran guiadas bajo el dominio nazi! Sin embargo, el asesino aun debía destruir a las bestias, por lo que fue en busca de su arsenal cuando sintió algo punzante que se le clavó en el estómago; algo tan rápido y fugaz como el relámpago. Su boca abierta, su mente no concebía una forma de morir tan estúpida. Erika Mengele con una enorme daga nazi (heredada de su padre), atravesaba el estómago del espía. Aquel cayó de rodillas y la atacante se agachó para besarle de manera apasionada:
—No me culpes, querido. Las ideologías, los emblemas y uniformes son solo muestras de la miserable condición humana. Yo busco algo más vital que lo que buscaba Engel y la Terstörer: ¡Hacer mi voluntad en el caos!
Damocles le escupió sangre a su antigua amante mientras recordaba la vez que le hizo el amor una noche mientras Norteamérica caía bajo las bombas nazis. Cayó al suelo y finalmente expiró. Erika lo lloró entre sus brazos, maldiciendo el mundo en el que vivía; luego el hielo del terreno comenzó a sufrir los pesados pasos de los metaldrachen y en el cielo volaban otra vez aviones israelíes; las bestias desplegaron sus cañones para derribarlos a tierra.
Erika Mengele observó las banderas con esvásticas en el suelo, los viejos cuadros de Hitler, Goebbels y Engel. En una averiada pantalla televisiva un periodista notificaba que Sudamérica había sido arrasada por una bomba atómica. “La vida es sólo la muerte aplazada”. Miró hacia el cerebro de energía que daba vida a los metaldrachen (y anteriormente a la Terstörer), y luego lo resguardó en un maletín criogénico. He aquí la mente de Hitler. Cuando se disponía a escapar en una avioneta de emergencia, una de las bestias la aplastó hasta convertirla en papilla; solo el maletín criogénico fue resguardado por el Triceratops. Luego la otra bestia de titanio, el Tarbosaurus, terminó por pulverizar el cadáver de Erika hasta reducir los huesos y la sangre a una mancha en el hielo.
Ahora, sin el cerebro central, sin la mente guía de Josef Mengele, los metaldrachen iniciaban su reinado en un mundo de cenizas. Con inteligencia propia y ansias de poder abandonaron aquel lugar de escombros; aquella absurda lucha de ideas y símbolos para instaurar una nueva era. ¡La era de las bestias! La era de los metaldrachen…
***
Tres días después, en aquel desolado lugar que una vez fue la Terstörer, unos diminutos fragmentos de carne entraron en contacto con un extraño líquido criogénico donde anteriormente estaba resguardado el cerebro del führer. La masa de carne fue arrastrándose entre el duro hielo y fue a acoplarse en la cabeza de un congelado cadáver. El cuerpo sin vida de Damián Damocles se vio fortalecido por el líquido criogénico. El cerebro se acopló a la cabeza del ahora revivido espía. Y se fue caminando a paso erguido en dirección a Sudamérica, mientras silbaba El Ocaso de los dioses de Wagner.
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➤ Diony es un escritor y diseñador venezolano que se ha influenciado por las obras de Edgar Allan Poe, Jorge Luis Borges, Horacio Quiroga, Lovecraft, García Márquez y Julio Cortázar. Apasionado lector de la Biblia.
➤ Ha escrito varios cuentos y libros, algunos de sus obras son:
- "Perros de la prehistoria" (2017)
- "Castillo de Gárgolas" (2020)
- "Gloria in Excelsis Deo" (2022)
➤ Pueden encontrarlo en su perfil de AutoresEditores.
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