El viento se lo llevó
Foto de Rohit Kumar |
escrito por Miguel Ángel Castelo “El Moska”
Mi difunta madre nos dejó a mis hermanos y a mí unos terrenitos que ella nunca fue a ver. Yo tenía 28 años, ahora tengo 50. Me dejó el más grande y, lastimosamente, el más lejano de la civilización. Debía hacer dos horas aproximadamente para llegar desde la casa donde vivía hasta aquel terreno en la colonia Eustaquio Sosa. Poco después, decidí salirme de esa casa y rentar, pero a los meses y haciendo cuentas, convenía más fincar mi terreno que pagar renta.
Ahorré poco a poco. Al año contaba con una suma respetable para comenzar. Llevé primero trabajadores para escarbar. Según la dirección que me indicó mi madre, el predio se encontraba en el fondo de esa colonia. Conforme iba avanzando en el carro, noté muchas casas en obra negra: unas con solo una pared, otras sin puertas ni ventanas y otras pocas hasta con pintura e instalación eléctrica, pero sin habitar. Esto al principio me sorprendió, pero se lo atribuí a que los dueños consideraron más pérdida económica construir acá que vivir donde estaban.
En seis meses ya había un amplio primer piso y una cochera decente para resguardar mi pequeño Honda Civic del 95. La instalación eléctrica no estaba lista aún, pero decidí quedarme una noche para saber lo que sería vivir en esa colonia tan apartada de la mano de Dios y del estado. Metí a la cajuela una colchoneta, una sábana, dos almohadas y una cobija negra que nunca me defrauda. También algo de comida, un garrafón de agua, una radio de pilas y una linterna. Solo por protección, llevé un machete que perteneció a mi madre. Uno no sabe qué sucede durante las noches en una colonia donde nunca has dormido.
A las tres de la tarde en punto puse en marcha el carro con dirección a la Eustaquio Sosa. Cuando faltaban quince o diez minutos para las cinco comenzó el movimiento a los lados por las piedras del camino. Iba hacia mi futura casa y noté a un señor, ya entrado en años, que caminaba con algo de dificultad sobre la calle de terracería. Llevaba una camisa blanca con el logo del PRI, una gorra roja, short gris y huaraches muy desgastados. Bajé el vidrio y lo llamé.
—Señor… Disculpe… —No me hacía caso—. ¡Señor! —Grité. Él siguió como sin nada—. ¡Jefe! —Hice señas con los brazos y en un espontáneo mirar hacia arriba, me divisó—. Venga, ¿para dónde va?
—Aquí nomás adelante. No me falta mucho.
—No le hace. Lo llevo.
—No te preocupes. Ya mero llego.
—De veras, padre. Lo llevo. No se me vaya a caer y se me rompe algo.
—Bueno pues… te acepto el raite.
Me estiré para quitarle el seguro a la puerta del copiloto. Se subió y puso sobre sus pies, algo sucios, una bolsa de tela azul que, juro, no traía cuando me lo encontré. Quise romper el hielo con las preguntas habituales:
—Está buena la calor, ¿verdad?
—A mi edad, que haga calor es una bendición. El frío no lo aguanto.
—Aquí se ve que se pone bueno en la noche…
—Tú estás joven, todavía aguantas. Uno que ya anda más pa’ allá que pa’ acá…
—No diga eso jefe. Se ve que es de buena madera.
—Ya ando más apolillado que la chingada. Ochentaiocho años no se dice fácil…
Mientras avanzábamos por la terracería, noté que se le salió un objeto largo. Como pudo, el señor lo recogió, lo guardó y puso la bolsa entre sus piernas para evitar otro incidente.
—¿Qué lleva, jefe? —pregunté para reanudar la plática.
—Mi jabón, dos velas y mi botella de agua. Quiero aprovechar que hace calorcito para bañarme.
Prometí llenarle su botella cuando llegáramos a su casa. También me di cuenta que el señor miraba mucho un rosario negro que colgaba de mi espejo retrovisor. Seguimos platicando hasta que divisé mi casa. Me extrañó que no me pidiera detenerme en tan largo tramo.
—Mire jefe, esa casita de enfrente es la mía. Usted dígame hasta dónde es la suya y lo llevo.
—No pues qué casualidad. Soy tu vecino. Atrás de tu casa está la mía.
Y sí, justo atrás de mi casa y separado por un tramo de terracería de unos cinco metros, había una pequeña casita de madera que, en las pocas veces que anteriormente vine, no vi. Estacioné el carro, me bajé yo primero y ayudé al señor a descender.
—Ah, pues que bien. Cualquier cosita que necesite, aquí me voy a quedar esta noche —dije mientras, como podía, servía agua directa del garrafón a la botellita—. Con confianza, jefe. Aquí tiene su casa.
—Muchas gracias. Lo mismo digo para ti…
—Felipe… Felipe Ramos. —Le extendí la botella y, poquito después, la mano.
—Mucho gusto, Felipe. Exaltación González, a tus órdenes. —Al escuchar su nombre, logré reprimir magistralmente una burlona risa. El señor ya se iba.
—Espéreme tantito —le hablé alto. Se volteó, le hice una seña que no se fuera y descolgué del retrovisor el rosario al que le clavó la mirada—. Quédeselo, don. A usted le hace más falta que a mí.
—Muchas gracias Felipe —me dijo con los ojos vidriosos. Nos despedimos y yo nada más lo vi como entró a su casita
El reloj marcaba las siete y media de la tarde. Saqué la comida de la hielera y prendí la radio. Estaban pasando una misa de sanación. Soy asiduo a escuchar programación religiosa. Terminó la misa y comenzó un noticiero. Dieron el pronóstico del tiempo. Habría condición Santa Ana a partir de esa noche. Me lamenté porque ese aire es el que enferma. Hace que la nariz se reseque y el polvo entra como sin nada al cuerpo.
Procuré que las ventanas estuvieran bien puestas para que no se abrieran en la noche. Me asomé atrás y no vi luz en la casa de don Exaltación. No le tomé importancia y regresé a la colchoneta. El viento no comenzó hasta las nueve de la noche. Bajé el volumen del radio y cerré los ojos.
Me despertaron el rumor y los golpes en los vidrios cuando se hacían pequeñas ráfagas. No era mucho el ruido, pero me molestaba igual. Consulté mi reloj. Daba las once y media de la noche. Al paso de los minutos empecé a recobrar el sueño, pero salí del letargo cuando, en vez de golpes, escuché lamentos. Venían de atrás. Tomé la linterna y el machete y, de puntitas, me dirigí a la ventana.
Los lamentos se escuchaban lejos, pero claros. Tenía la linterna hacia abajo. Cuando volví a escucharlos, la prendí y alucé. En un primer momento no vi nada, pero habiendo bajado la luz, noté unos pequeños charcos rojizos. Me saqué de onda, porque el pronóstico solo era de viento, no de lluvia.
En lo que encontraba lógica a los charcos, seguí bajando la linterna. Escuché una puerta abrirse. Era la de la casa de don Exaltación. Alumbré hacia ahí y vi que el señor salió con la misma ropa que tenía en la tarde y con una velita en la mano derecha.
—Don Exaltación, tápese. Este aire le puede hacer mal —le medio grité.
—No te preocupes, muchacho. Más mal ya no me puede hacer —me contestó. Me sorprendí que la vela no se apagara a pesar del viento. A los segundos, Don Exaltación se disolvió como un puño de tierra echado al aire.
Me quedé paralizado. Escuché una especie de latido. Me llevé la mano al pecho, creyendo que era mi corazón. Vi que los charcos se iban hacia un punto en específico. Moví la luz para seguir el rumbo de esa agua rara y… a escasos metros, una masa amorfa de carne, huesos y sangre palpitaba como un corazón y en cada latido se distinguían rostros gritando, como si quisieran salir de esa cosa. Conforme el viento arreciaba, los lamentos eran más claros. Quería meterme al carro y dejar todas las cosas que traje para nunca más volver, pero decidí cerrar los ojos y elevar unas plegarias. Conforme avanzaba en las Aves Marías, el viento se llevaba los lamentos. Como pude, completé un rosario y a los veinte minutos, los gritos se callaron y la masa desapareció.
A la mañana siguiente compré tres veladoras, las encendí y puse dos en donde estaba esa cosa repugnante. La otra la dejé frente a la puerta de la casa de don Exaltación. Cuando me agaché, vi que en la entrada estaba tirado el rosario que le regalé el día anterior. Elevé otra oración, recogí mis cosas y nunca más volví a esa casa.
Han pasado los años y hoy, viendo las noticias de las seis de la tarde, salió un reportaje que decía que encontraron restos en una fosa clandestina. Reconocí la casa de don Exaltación. Aún estaba el vaso de veladora que le puse y el rosario, ya blanco por el polvo. Encontraron más de mil restos. Les voy a prender otra veladora y espero que ahora puedan descansar en paz.
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➤ Miguel "El Moska" es un escritor mexicano que ha participado en múltiples espacios literarios y además es narrador oral. Algunos de sus aportes a la literatura son:
- Participante en la "Gaceta Lenguas y Letras" de la Universidad de Querétaro
- Participante en las revistas "Metáforas al aire", "Paginalia" y "El Morador del Umbral"
- Editor en la revista "El Morador del Umbral", sección de narrativa
- Apareció en las antologías "Voz migrante" (2017), The real morador blues (2020), "Los 21" (2021), "El descenso" (2021) y "Soñar en noviembre" (2022)
- Parte del equipo técnico de los encuentros literarios "La border meiks mi japy" (2017-2019), "Ruido" (2020) y "Norte 32°" (2021-2022)
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