El jinete

Foto de Elina Volkova

escrito por Egeria Hipona

    Carlos Carrillo solía caminar varios kilómetros para trabajar. En la zona rural nicaragüense, y hace ya algunas décadas, las casas y los servicio estaban muy distanciados. Su esposa lo esperaba en casa con el bebé que tenían en común.

    Por la madrugada regresaba a su hogar Carlos Carrillo transitando a pie un camino de piedra. El viento fresco le calmaba siempre el calor del trabajo arduo del día, aunque esa ocasión lo molestaba por el simple hecho de que había tenido que quedarse con su patrón hasta hacía una hora atrás. El murmullo de la maleza y los grillos le hacían compañía. Entrada la noche los caminos vacíos se tornaban más vacíos, si es que eso tenía algo de sentido.

    Nada interrumpió a Carlos Carrillo hasta que empezó a escuchar acercarse el galopar de un caballo. No le prestó importancia y tampoco se giró al escuchar la voz del jinete. El camino cercano se iluminó levemente por una lámpara que cargaba el recién llegado. Una voz masculina lo invitó a darle un aventón.

    Aquello se escuchaba tentador. Todavía faltaba poco más de dos kilómetros. Quiso aceptar, estuvo a punto, pero algo en su interior le dijo que continuara usando sus pies agotados.

    “Gracias, varón, estoy llegando”. Dijo Carlos Carrillo con la mirada al frente y sin detenerse. Ya alcanzaba a ver la lámpara del porche de uno de sus vecinos.

    El jinete insistió subirlo a su caballo, que hacía ruido con sus herraduras, bien pulcras como pudo evidenciar al echarle una mirada de soslayo. Carlos Carrillo se puso nervioso, no supo por qué, ¿quería asaltarlo, herirlo o simplemente era muy amable?

    “Gracias, varón, no hace falta. Apúrese para ir con su señora”.

    El caballo relinchó. Eso no asustó a Carlos Carrillo, pero sí la tercera insistencia, a pesar de que fue con el mismo tono amable y atento. Un escalofrío subió por la espalda del caminante. Por un instante olfateó un tufo a rancio, como de algún desecho que se pudre. El viento se llevó ese olor.

    “Yo ya casi llego, pero gracias de nuevo”. Declinó Carlos Carrillo alzando la vista al dueño del caballo para sonreírle.

    Carlos Carrillo juraba que jamás había visto a aquel hombre. Estaba bien vestido y todavía portaba un sombrero para el sol. El caballo, de figura elegante y bien cuidado, lucía una crin preciosa, según podía observar con la lámpara que colgaba del leve equipaje del jinete.

    “Entonces lo encamino para que no ande solo”.

    Carlos Carrillo asintió, aunque por dentro hasta quiso correr.

    El jinete intentaba platicar, sacando el tema del trabajo, se los desvelos y del cansancio. La idea de aceptar el aventón se hizo más razonable. Ya le ardía las piernas por llegar con su mujer, besarla, saludar a su bebé y echarse a dormir. De nuevo se abrió la oferta de subir al caballo fuerte y robusto.

    Miró al hombre con expresión amigable.

    Quiso decirle que sí.

    “Agradezco su amabilidad, varón, ya estoy por llegar y me gusta volar pata”.

    Por un instante, la amabilidad del jinete se distorsionó en una mueca de desagrado.

    Carlos Carrillo decidió ignorarlo y caminó un poco más rápido. El galope lo siguió de cerca, a su velocidad. No quiso mirar atrás, no sentía que debiera hacerlo, sobre todo cuando percibió de nuevo el hedor a putrefacción. De reojo miró al suelo, el condenado jinete iba a su lado preguntando una y otra vez si le daba un aventón.

    Carlos Carrillo no respondió esta vez. Empezó a sudar frío. Las pezuñas del animal ahora se veían deterioradas, sucias y mucho más grandes que antes. El pelaje de las patas ya no era hermoso, parecía sufrir alguna necrosis cutánea.

    Corrió y corrió, temblando de miedo. Carlos Carrillo no se quitó de encima al jinete, quien ahora le gritaba con voz grave que se subiera al caballo. No quiso mirarlo, si las patas del caballo lucían como salido del infierno, ¿cuál sería la apariencia de aquel que mostró una fachada de bondad? La adrenalina le dio la potencia necesaria para seguir corriendo sobre el camino de piedra.

    “¡No, no, no, no, no...!”.

    La luz de la lámpara se volvió intensa, roja, parpadeaba con el movimiento del caballo. ¿Aún era una lámpara? No se atrevió a averiguarlo.

    Carlos Carrillo, sin percatarse, llegó a su casa y azotó la puerta apenas entró. Escuchó al jinete vociferar y luego el galope del caballo alejándose hasta que el silencio volvió a imponerse en sus sentidos.

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  ➤ Egeria es una escritora costarricense cuya trayectoria estuvo relegada a su uso personal hasta hace poco. Es jefa administrativa de la revista digital Retazos de Ficción, en la cual ha empezado a compartir sus obras.

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