El sótano
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Foto de Vladimir Srajber |
escrito por "Mudy" Almudena González Fernández
Incluso con la música puesta sentía los gritos el final de la escalera, otra discusión. ¿Cuál sería el motivo esta vez?, la economía, mi educación o un canal de la televisión. Desconecté de ellos, seguí en mi mundo, en ese que decidía entrar cuando el caos reinaba a mi alrededor, donde seleccioné quién estaba dentro y fuera, o simplemente acariciaba el silencio, evadiéndome de todo. Había decidido que nada iba a interceder en la ilusión que últimamente encontrara tras una pantalla.
Unos meses antes había comenzado a conversar con un chico. Él me entendía, o simplemente escuchaba, suficiente para que todo se redujera a esos minutos del día que conectábamos, ninguno había dado el paso para quedar en persona. Quizás la comodidad tras el cristal facilitaba a ambos la timidez o el miedo el rechazo, cada día era más difícil, y cada día la necesidad era mayor, un íntimo secreto, pues él tenía unos cuantos años más. Después de muchas complicidades, propuso que una noche de noviembre nos viésemos y, ¿por qué no?, escapar juntos. Antes cenaríamos tranquilamente y podríamos decidir los detalles.
Compartió la localización, pero indicó que me detuviese un par de calles antes. Lo esperaría allí para poder entrar juntos en el local. Estaba emocionada, pero también nerviosa. Un cocktail de sentimientos. En segundos volví la realidad. ¿Cómo conseguiría salir de casa a esas horas? Bueno, mamá estaría bebida en el sofá con alguna tertulia de fondo en la televisión, y papá de fiesta con sus amigos. Cuando ambos coincidieran se desataría otra discusión. Ninguno repararían en mi ausencia; plan cerrado, todo seguía segundo el previsto.
Esa noche no cerré ojo. Sentía felicidad como hacía tiempo no recordaba, pues la soledad de mi hogar y el desprecio de mis compañeros de aula, junto con la lucha contra mí misma, solo albergaba en mí un inmenso deseo de desaparecer una y mil veces. Se había mermado mi alegría en un oscuro estado, pero todo estaba a punto de cambiar. No estaba dispuesta a retroceder ni un paso, ya no; pasaron a un segundo o último plano para mí.
Me preparé. Bajé silenciosamente las escaleras que conducían el salón, inevitable cruzarlo para poder salir, y allí estaba. Era de suponer con su ritual diario, donde solo tenía espacio una botella de ron. Acerqué la mano al pomo. Tras unos segundos donde no iba a darme la vuelta, salí. Allí solo quedaba un ser detestable que algún día decidiera ser madre para destrozar la vida de una criatura y sumirse a diario en un estado de embriaguez donde justificar la mierda de vida que trazara.
Salí, respiré aliviada. Caminé unos kilómetros hasta la parada del autobús, caía la noche y hacía frío, pero yo no sentía más que ganas de escapar. Después de 45 largos minutos pegados a la venta, y al lado de un hombre embutido en una funda de trabajo y con cinco jornadas encima a juzgar por el olor desagradable que desprendía, aguanté la respiración para no impregnarme de esa fragancia. Abandoné el asiento, y ya en el arcén revisé la localización. Tres minutos. La ciudad estaba iluminada, pero la niebla no dejaba vislumbrar más allá de unos centímetros… Allí la entrada de la calle solo estaba marcada por una pequeña farola palpitante. Esperé, temblaba, varias personas cruzaron sin percatarse de mi presencia. Pasaba desapercibida. Me tranquilicé, no quería ser foco de ojos inquietantes clavados en mí. Estaba huyendo, quería ser invisible.
Sentí un paso detrás de mí. No me giré, sabía que era él.
Un susurro cálido recorrió mi cuello, y me desvanecí. Un dolor recorrió mi sien, mis piernas perdieron fuerza, en ese momento me di cuenta de que había cometido un error. Todo se volvió oscuro… silencio.
Desperté, no podía moverme, alcé la vista y divisé una mesa de trabajo con distintas herramientas. Mucho desorden y suciedad, la luz era tenue, al frente de mis ojos unas escaleras de madera muy deterioradas subían hasta algún lugar. Aturdida, me enteré de que tenías las manos y pies encadenados a una silla de madera. Un hilo de sangre recorría mis mejillas. Rompiendo el silencio en una cuerda que rozaba mis zapatos y trazaba una línea casi perfecta borrada en la oscuridad del sótano, unos recortes de periódicos ordenaban verticalmente un viejo corcho. No conseguí leer los titulares, estaba cansada.
Vi una pequeña reja al fondo en el suelo que desprendía claridad. ¿Estaría alguien? No me atrevía a gritar pidiendo ayuda. Todo el contexto parecía quitado de una serie de terror. Respiré profundamente intentando ordenar toda la información que había visualizado. ¿Quién me llevó allí? ¿Por qué? Comenzaron unos gritos, gritos de dolor, golpes, y golpes… seguidos de carcajadas, ¿qué estaba ocurriendo? No podía soltarme, solo me repetía a mí misma que era una pesadilla, quería despertar, era aterrador.
Un golpe seco rompió en un eco inmenso. La cuerda que rozaba mis pies comenzó a moverse en zigzag. Sonó un ladrido desafiante, y escuché «tranquilo Bobby son yo». Algo voló, era un pedazo de carne, Bobby en segundos se encargó de ella. Una sombra dibujaba, y ya con claridad lo vi, era él… No era quién para articular palabra, tenía un nudo en la garganta. Entonces se adelantó, se acuclilló y con una mano en mi rodilla dijo: «Querías escapar. No te preocupes, pequeña, trocito a trocito. Nadie te echará de menos». Y después de colocarme un dedo en los labios acompañado de un «ssshh», sonrió, para continuar: «Aún no, no es tu momento. Cuando termine, seré todo para ti». Y abandonó el sótano.
Ahora entendía todo. Un gran engaño que no había visto desde mi vulnerabilidad y las ganas de encontrar una motivación. Me arrastré ante un psicópata, todo mentiras.
Pero en ese cuarto alguien estaba sufriendo y Bobby devoraba las pistas.
Sentí entre llantos una voz. Cogí fuerzas y balbuceé: «Hola. No sé quién eres, pero tranquila, buscaré la manera de sacarte de ahí». Ella solo gritaba entre ruegos de auxilio y dolor.
Recordé un estudio televisivo donde analizaban el perfil de un psicópata maniático que llevaba una década asesinando a mujeres. Las víctimas coincidían, siempre era el mismo patrón; exclusión social, carencia familiar y vulnerables a la manipulación, las cuales desaparecían sin dejar rastro. Incluso se podía creer que simplemente habían abandonado sus hogares. Tenía en vilo a los investigadores, no conseguían detenerlo, cambiaba continuamente de región. Yo creo que acababa de encontrarlo o, más bien, él me había encontrado a mí.
Bobby se acercó, olió y, tras dos vueltas, se acostó.
Tercer día en el sótano. No sé cómo he logrado mantenerme consciente. JD, que así era como se hacía llamar en las redes, me intimidó con una nueva visita. Esta vez portaba un gran machete oxidado en la mano. Subió la música a todo volumen de un viejo radiocasete, y apuntando mis manos dijo «pito, pito...» Sentí un dolor hondo, Bobby estaba comiendo mi mano…
La noche anterior me prometí no mostrar debilidad. No suplicaría, y menos a un ser tan detestable. Él disfrutaba con el dolor ajeno, no lo iba a conseguir conmigo. Erguí la cabeza y sonreí. Acompañé esta risa de un «¿eso es todo?, aún me queda otra». Vi cómo enfurecía: «¿Te crees muy dura? Solo eres escombro en la sociedad. Cambiaré el plan. Disfruta el momento, volveré, será divertido…» Se fue, sentí cómo arrancaba un motor de algún tipo de vehículo. Se disolvió el sonido en segundos, alejándose.
Comenzaba a marearme, Bobby lamía gota a gota todo lo que se desprendía. Una idea abrió paso en la mi mente. Sin una mano podía soltar la cuerda e intentar liberarme. O huía ahora o sería descuartizada viva. Agarré un paño para enrollar lo que quedaba de mi extremidad. Aguantaría un rato.
Me despedí de Bobby con una caricia, él no tenía culpa, y comencé a subir las escaleras. Eran interminables, en la mitad me acordé de la pequeña ventana y los gritos. Volví, me agaché y lo que pude contemplar fue desolador; una chica inmóvil en una mesa, en peores condiciones que yo, y ahí decidí que tenía que quitarla lo más rápido posible. Me acerqué con precaución, no quería asustarla más... Se sorprendió, le agarré su mano, y con la mirada entendió que íbamos a salir de allí, se incorporó.... Dios… «estás embaraza»…
No había tiempo para preguntas. Quizás en otro momento. Dejamos el sótano, continuando por un frondoso bosque. No había nada alrededor, ¿hacia donde podía ir? Seguimos, cualquier sitio sería mejor... Al fondo… la nacional. Respiré aliviada. Una camioneta apresuraba la velocidad, hicimos indicaciones para que parase y… frenó. Una mujer salió a atendernos. Abrí la puerta trasera, ayudé a Mary a subir. Coloqué mi cabeza en su vientre, escuché ese latido... Le indiqué a la conductora que la acompañará al hospital más cercano. Me despedí. Tenía que volver, acabar con él, garantizar que nadie volvería a vivir ni morir a manos de ese salvaje.
Nuevamente... el sótano. Inspeccioné cada rincón planificando el desenlace... Solté la cadena de Bobby y lo dejé ir.
Ya solo quedábamos nosotros dos. Lo esperaba ansiosa. No tenía miedo. Allí estaba. «¿Dónde crees que vas?» me dijo. No le di tiempo. Encendí unos fósforos sin apartar la mirada de sus ojos... Los solté... Ratos antes me había encargado de impregnar con gasolina de una caldera toda esa madera, ardería muy rápido. Sonó un estruendo acompasado de humo negro.
Siempre me consideré débil. En este caso decidí entregar mi vida por salvarla de este pequeño y las de muchas más.
Esto no es solo un relato de terror, sino una realidad constante, ya que tras una red, o un perfil puede esconderse la diferencia entre la vida y la muerte. Simplemente estar en el momento equivocado, con la persona errónea puede marcar un antes y un después. A diario vivimos el arrebato de vidas a ser inocentes injustamente. Así que detente, analiza, para... piensa... y después… continúa.
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➤ Mudy es una escritora española emergente que goza desde muy niña una gran pasión por las letras y ahora ha decidido compartir las suyas.
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