La paradoja del gran logro alquimista

Foto de Holedulidu

escrito por Michael Velázquez Flores

    Dentro de un reloj cucú vive un alquimista y dentro de un alquimista vive un reloj cucú (de la oración anterior, el término reloj cucú se puede reemplazar por la palabra tiempo). Todo el interior del reloj está hecho de oro, excepto una flor proveniente de afuera. El cucú yace a lado de la puerta de una vieja casa, junto a la ventana principal que apunta hacía el campo. El reloj es imponente; existe como un péndulo que tintinea una campanada a medianoche, el silbido del pájaro. La parte superior del cucú es una bóveda minúscula donde el alquimista nace y crece. Ahí yacían sus artificios para transmutar materiales y los escritos que acumulaba con los siglos.

    Como todo arte busca su etapa de gloria, el objetivo del alquimista era separarse del reloj y conseguir la libertad. Para lograr esto, debía intercambiar la propiedad de su elixir con la flor; lo deseado era que el alquimista se volviese de carne y hueso y la flor de oro, porque si el alquimista se volvía humano, podría escapar con tranquilidad y el reinicio temporal que marcaba el cucú a medianoche no le impediría huir.

    El estudioso se la pasaba sentado en su cámara, metido en sus esfuerzos por escapar, pero le era imposible porque dentro de su cuerpo, una manecilla de acero reemplazaba su corazón, las horas fluían por sus venas y un pájaro cucú servía de su lengua. De esta manera, el ocultista era dependiente del reloj y viceversa. Durante las veinticuatro horas que el péndulo ondulaba, el alquimista redactaba sus ocurrencias para escapar, escribía tanto que en sus últimos años de vida tenía más papeleo regado que piedras mágicas, incluso uno que otro cuento que había escrito se hallaba regado por ahí.

    Ya había salido del reloj antes. Había logrado llegar hasta la puerta después de saltar desde la cima cuando el pajarillo se asomaba. Así varias veces intentó escapar, sin embargo, debía hacerlo en menos de un minuto, antes de que el cucú lo regresara a sus aposentos. Pero tenía un problema más: cuando logró por primera vez estar frente a la puerta, la prisa no lo dejó pensar, por lo que le gritó ingenuamente auxilio y lo que recibió fue una contestación del portón. Le dijo que, para poder salir, se abriría únicamente respondiendo de forma correcta a una adivinanza. Siempre que el alquimista llegaba a la parte del enigma, el minuto terminaba y el pájaro del cucú salía embestido hacía él, lo tomaba con el pico, lo traía de vuelta y nunca escuchaba cuál era la pregunta. Le llevó casi doscientos años darse cuenta de que si quería escapar, estaba resignado a volverse independiente, es decir, a que la flor fuera de oro. A posteriori, tendría que resolver la adivinanza.

    El alquimista entonces, empezó a invertir todo su tiempo en transformar a la flor. Todo el tiempo estudiaba y estudiaba, vigilando que el pájaro no se diera cuenta. Su curtida habilidad para manipular pociones se fortalecía cada milenio. Una tarde, se dio cuenta de que sus escritos eran tantos como para reemplazar a una biblioteca entera, por lo que, a su propia percepción, se aproximaba a conseguir la metamorfosis.

    Nada lo detuvo, el alquimista siguió empedernido en el objetivo. El cucú pronunció siete mil entonaciones y tras sobrantes fracasos y mareos, el alquimista lo consiguió. No tenía idea del tiempo que transcurrió, ni de lo desgastados que lucían sus alambiques. Su corazón se volvió más lento y estorboso. Eso era porque finalmente se había vuelto humano. La flor en su mesa de trabajo ahora era una reliquia dorada sin vida. Él, en cambio, pudo ver unas venas verdes que le recorrían por primera vez. Sentía dolor, se movía los dientes con la lengua, el cuerpo le daba comezón, cosa que jamás había experimentado. Aunque había desperdiciado toda su vida tratando de que la flor fuera de oro, el trabajo estaba completado. Ya era humano, ahora podría escapar sin que hubiera problema.

    El alquimista gritó de alegría y rompió todos sus escritos. Pisoteó todas sus pociones, reventó los cristales contra las paredes del cucú. Estaba en euforia, terminó de destrozar el trabajo de milenios de existencia para después, en un acto desmedido, partir la flor a la mitad. La pieza dorada se tornó de un color cobrizo y se deshizo en polvo, pero al alquimista no le importó. Esa misma noche, su fuga se daría.

    Como el alquimista ya no estaba sujeto al funcionamiento de las manecillas del péndulo, el cucú ya no podría provocarle un infarto o reiniciarlo cuando quisiera. La única preocupación que podía tener era que no pudiese con la adivinanza o que el pájaro lo atacase al salir del reloj (cosa que no debía pasar). Si lo picoteaba, pelearía, pues se dio cuenta de que su forma humana lo dotaba de mejores manos, y si el enigma era muy difícil, ya se las arreglaría. Aunque nunca antes había sentido el latir de un corazón rojo, el alquimista confiaba en que su humanidad sería lo que lo libraría del cucú.

    El alquimista descansó toda esa tarde hasta el anochecer. Al ver que faltaban diez minutos para las doce, se despidió de sus antiguos escritos y recordó los momentos que se la pasó experimentando con las sustancias de su escritorio. Subió al domo del cucú y se escondió en un rincón esperando a que el pajarillo saliera. El sonido lo tomó por sorpresa, pero consiguió seguirle el paso y saltó. Todo sucedió muy rápido. El alquimista se sintió mareado tras desmayarse por la agitación. Cuando lo notó, estaba tirado en el piso. Se levantó, miró hacia arriba y observó la puerta del cucú ya cerrada. La sensación de la caída se le olvidó al instante.

    El diminuto humano, en el suelo de la casa, empezó a correr en dirección a la puerta. Para llegar más rápido, se montó sobre un gran ratón que andaba por ahí. Parecieron conectar a primera vista, pues el alquimista, montado en él, le daba golpecitos en el lomo y el ratón contestaba con un chillido, como diciendo que le gustaba. Adelantaron el paso sin complicaciones. Se posaron frente a la puerta, el alquimista se bajó del roedor y admiró la enorme puerta con esperanza de poder salir.

    El alquimista seguía con la mirada hacia arriba, entonces el ratón emitió un chillido que le hizo voltear la vista hacia donde estaba. El ratón señaló con su patita el umbral de la puerta; el alquimista supo lo que trataba de decirle, se dio cuenta de que su forma humana era suficientemente flexible para pasar por debajo, así que el ratón se movió a un lado para que el humano pudiera pasar. Sin pensarlo, se tiró al suelo y pasó por debajo de la puerta. Se atoró por un momento, pero logró salir. Ante sus ojos se hallaba el exterior, la naturaleza decorada de vistosos árboles, madrigueras y colinas. Vio filas interminables de flores rosadas, al viejo le dieron ganas de tirarse ahí y rodar por todas partes.

    Los ojos del alquimista se abrieron como si alguien se los estirara. Se paralizó. No sabía cómo reaccionar a lo que veía.  Empezó a mover sus manos con frenesí, estaba corriendo por los alrededores, sentía el pasto con sus pies por primera vez. Gritaba mientras sentía el aire chocar contra su cara. Sin darse cuenta, empezó a alejarse de la casa; sin embargo, una gota de preocupación invadió su mente. Se detuvo bajo un árbol y recordó al gran ratón que lo ayudó a escapar. No iba a disfrutar de su libertad sin él, entonces el alquimista regresó a la casa y otra vez trató de meterse por el umbral. No pudo, cuando comenzó a arrastrarse bajo la puerta, sintió una potente corriente de aire que lo aventó, impidiéndole pasar. El alquimista, confundido, miró en dirección al picaporte. La puerta habló:

    —Ya estando fuera, no podrás volver a entrar, a menos, claro, que resuelvas una adivinanza. 

    El alquimista, vio que por debajo de la puerta el ratón asomaba su pequeña nariz  y chillaba por volver con él.

    No se lo pensó dos veces, aunque en sus anteriores intentos por escapar del cucú nunca había escuchado la adivinanza. Sabía que se sentiría culpable el resto de su vida si dejaba al ratón en la casa.

    Le dijo a la puerta que respondería la adivinanza. Esta se lo volvió a preguntar para recibir una confirmación, el alquimista aceptó.

    —Entonces resuelve esto y por la puerta podrás entrar.

    El picaporte pronunció la adivinanza: «Soy la prima de las demás. Estoy viva la cuarta parte del doce y le doy ánimo a la flora. Puedes verme de muchos colores, pero no soy una pintura. ¿Qué soy?»

    El viejo respiró profundamente y miró hacia arriba pensativo. No conocía nada parecido a eso. ¿Una flor? No, no podía ser porque el problema mencionaba flores. ¿La luna? ¿Cómo iba a saberlo si solo la había visto por la ventana desde el cucú?

    Tardó eternos segundos en responder. Consultó mentalmente toda su experiencia como exégeta y realizó que nunca estudió nada de esas características.  Ni el líquido dorado, los números del reloj o el suelo de madera de su antiguo hogar le recordaban a algo parecido.

    —No sé la respuesta. Dime por favor que tengo otra oportunidad, puerta. Tú misma sabes que el roedor debajo de ti quiere que te abras.

    —No has acertado mi adivinanza. Sin una respuesta, el enigma ahora se esfuma. La respuesta correcta era la primavera. La prima de las cuatro estaciones por tres meses nos abraza, sin ella, las flores son tristes pétalos regados. Como no has acertado, ahora la primavera se esfuma. Cualquiera que no logre dominar mi pregunta, hace que me vaya a dormir.

    —Espera puerta, no te duermas, dame otra oportunidad —dijo el alquimista.

    —Con la condición de nunca te separes del animal con quien anhelas encontrarte, te concederé otra adivinanza.

    —No bromearía con semejante barbarie, por supuesto que siempre acompañaré a ese ratón a donde sea que vaya. Lo prometo.

    —Otra puerta se cerrará si no cumples con tu promesa. Mientras tanto, puedo concederte otra adivinanza.

    El alquimista aceptó inmediatamente, respiró cual casi querer aspirar todo el aire y se acomodó su barba que tocaba el pasto. Se emocionó porque podría irse con su compañero. Apuntó su cabeza al picaporte dorado y dijo:

    —Está bien, adelante.

    «Soy una montaña que puede ser blanca o amarilla. Si me pones al aire, mi aliento soplará fuerte. Para algunos, vivo sobre la cerámica, pero para otros soy el asesino en el suelo, y no olvides que el fruto de la viña siempre es mi buen compañero. ¿Qué soy?»

    Otra vez, el barbudo volvió a darle vueltas en su cabeza mientras caminaba en círculo. El ratón ya no se asomaba por debajo, pero del otro lado se escuchaban rasguños. El alquimista se alegró de que ya fuera un humano, de lo contrario jamás toleraría la presión de pasar el filtro del enigma.

    Abandonó sus pensamientos un momento para dilucidar el futuro que se imaginaba, acompañado del ratón. ¿Dónde viviremos?, pero, ¿y si se cansa de mí y se va? ¿Y si el pequeño no me quiere? Si soy su medio para salir de la casa tal vez me asesine mientras duermo. ¿Realmente debo llevarlo conmigo?

    —Voltea a ver, viejo. Si no me contestas la adivinanza ahora mismo, no volverás a ver a tu amigo —dijo la puerta interrumpiendo las reflexiones.

    —Estoy pensando la respuesta, necesito tiempo.

    —El tiempo es algo que conoces muy bien y sabes que no puede ser flexible.

    —Yo escapé del tiempo. Mírame, antes era dorado, pero ya no más. Soy de carne y hueso.

    —Contesta la adivinanza, anciano, si no también te cerraré la boca.

    —Yo enaltecí el gran logro de la alquimia, voy a resolver el acertijo. Puerta, cuenta tú misma un minuto y si no te contesto en ese tiempo, te cierras por siempre.

    —Que así sea —refrendó la puerta, crujiendo su madera.

    El alquimista acomodó su mano derecha en su barbilla, con la mirada fija para pensar más rápido. Después de unos diez segundos no había conseguido nada; entonces sus ojos estaban por soltar lágrimas cuando oyó que el ratón se asomaba nuevamente por debajo. Su nariz se movía de lado a lado, empezó a chillar y rasguñar el suelo. Por la insistencia del comportamiento, el alquimista supo que el animal sabía la respuesta. Se acercó al ratón, este le dio un pedazo que parecía madera corroída, pero antes de que lo recibiera, la puerta desató su enojo y volvió a lanzar al alquimista con su corriente de viento.

    Se levantó, estaba todo manchado de tierra. La extraña pieza amarilla yacía en el pasto. El ratón lo vio por debajo y chilló aún más fuerte. El alquimista había recogido lo que le dieron: era queso. Entonces su mente pareció haberse lanzado de un risco porque gritó de alegría. La puerta iba a hablar, pero el alquimista se adelantó.

    —¡Es queso! ¡Es el queso! ¡Esa es la respuesta! Dime si me equivoco, puerta. ¡La respuesta es el queso!

    La puerta se molestó, su picaporte giraba frenéticamente, aunque sin abrirse.

    —No voy a decir que es injusto, porque no lo es. El pequeño te dio la respuesta gracias al queso que come. Pero no olvides que la adivinanza es el menor de tus problemas. Ese queso que tienes en la mano está envenenado, el mundo es un lugar lleno de veneno; tan solo recuerda que esa marca podrá ser borrada únicamente por el tiempo. Mientras tanto, me abriré.

    La puerta mostró el interior de la casa, el ratón salió inmediatamente y se fue sobre el alquimista. Los dos cayeron sobre la hierba, sonrieron victoriosos.

    —¡Felicidades! Sean felices hasta que la manecilla los penetre.

    —Serás ingenua, puerta. Soy un humano y él un ratón, viviremos para siempre y por siempre.

    —Disfruten el campo, los valles y las planicies. Como acertaron mi problema, ahora el queso también se esfuma.

    Dicho eso, la puerta volvió a cerrarse y el alma se le fue. La puerta junto con las paredes, la techumbre y el resto de la fachada se decoloró, se encogió como una flor marchita. Pasó por diversos tonos de gris, marrón, hasta llegar a blanco. La casa se desvaneció y dejó un gran hueco donde estaba. Los nuevos amigos miraron el suceso, confundidos, su única respuesta fue un largo suspiro. Le dieron la espalda al terreno baldío y se fueron a disfrutar del día, tratando de no pensar en lo que pasó.

    El par continuó unido por mucho tiempo. Después del escape, ambos exploraban día y noche los traicioneros valles mientras el sol los apuntaba. Por un tiempo fueron nómadas, pero tras el hallazgo de un bosque en el que crecían árboles de queso, no dudaron en asentarse ahí. Su casa era un montón de ramas apiladas en una colina oculta por la maleza. La alimentación de ambos se basaba casi exclusivamente en el caldo de queso que cocinaban con el fruto del árbol y el agua que bebían de la lluvia.

    Su única preocupación (que apenas escapar de la casa era que se encontraran con otra más grande) era el tiempo. No sabían si lo que la puerta les había dicho era verdad. ¿Algún día se separarían? ¿Qué pasaba si una criatura del bosque despedazaba al alquimista y se comía al ratón? El pensamiento de la muerte oprimía al alquimista, porque no sabía lo que era eso. Además del hecho de que lo que había creído que sería un cuerpo jovial y sano (aunque viejo) por siempre, se empezó a deteriorar. Sus manos le dolían y su piel era mucho más sensible, se dio cuenta de eso cuando se hizo una herida superficial apenas agarrar una roca. El ratón, por su parte, consideraba al viejo como un padre o tal vez un hermano, siempre dormía en los brazos del alquimista, a veces mientras la lluvia los mojaba.

    Entonces, por un período dejó de llover. Esperaron a que lo volviera a hacer, pero el agua no cayó. Un día, cuando la esperanza por la lluvia abandonó a los amigos, el alquimista fue por agua a un lejano río que habían visto hace siglos; el ratón se quedó en el hogar, iba a preparar un plato seco de queso con especias casi marchitas que no tendrían sabor, pues el agua les daba el toque.

    El alquimista, cuando llegó al río, estaba demasiado lejos de su casa. Llevaba dos grandes botes, se hincó en el borde del río y sumergió el primer balde. Hizo lo mismo con el segundo. Su estado físico debió haber empeorado con la falta de agua; cuando el viejo se puso en la espalda ambos botes para cargarlos, el pesó lo derrumbó y cayó al río. Se recuperó de la caída  y se dio cuenta de que en su mano había una enorme cortada, se la había hecho con una de las piedras bajo el agua. Salió de la corriente, hubiera llenado otra vez los baldes, pero miró el agua fluyendo y le sorprendió ver que el río adoptaba un tono dorado. El color del oro ahogaba el azul de la corriente, todo por la sangre que había contaminado al cuerpo de agua. Al saber que su sangre volvía a su antiguo color, el alquimista abandonó los baldes ahí mismo y, corriendo, su regreso duró muy poco tiempo.

    Al volver, el ratón le reclamó regresar sin nada. La contestación fue que el río se había secado. Ninguno de los dos volvió a mencionar el tema. El ratón se sintió extrañado, pues el alquimista se cubrió la mano todo el día, no quiso ni comer el seco estofado de queso.

    Esa noche, el par durmió abrazado más fuerte de lo normal. El alquimista despertó en la plenitud de la madrugada, la herida de la mano le dolía mucho. Pensó en salir al bosque por hierba para curarse. Se levantó de la cama, con cuidado de no despertar al ratón. Estaba por abrir la puerta cuando vio por la ventana que el horizonte se tornaba dorado. Se alarmó, salió rápido de la choza, pero todo seguía igual. Se alejó un poco de la casa, fue a dónde sabía que su planta crecía. Terminó de sanar la abertura en la piel, entonces volteó. La colina, el pasto, todo se estaba emparentando con el oro. Miró en dirección a la casa, una ola dorada se extendía por la periferia como si alguien rociara toda la planicie. Empezó a correr, pero la fina cobertura presumía una mayor velocidad.

    Entre el paisaje pintado de amarillo le costó distinguir la casa, aunque finalmente lo logró. Entró y no había nadie, su respiración se volvió jadeante, se asustó no por encontrar a su amigo. Por la ventana se veía que la salpicadura dorada pintaba todo el cielo. Salió de la casa. A varios metros, un bulto venía corriendo desde donde el terreno aún era colorido. Era el ratón. Corrieron a abrazarse y, de no ser porque todo el mundo cambiaba a un color deslumbrante, habría sido el mejor abrazo de la vida.

    Se detuvieron antes de siquiera tocarse, se miraron momentáneamente. Los dos querían el abrazo, sin embargo, un grito del alquimista asustó al ratón.

    —¡Corre! ¡Corre! ¡Abandona la casa, busca un lugar seguro!

    El roedor chilló fuertemente, pareció que obedecería, pero no entendió la orden.

    El ratón se abalanzó sobre el alquimista para que lo montara. El viejo gritó porque sabía lo que pasaría. Cuando el planeta entero terminó cubriéndose de amarillo, el ratón se había petrificado. Se convirtió en una estatua exánime, acomodada en una posición épica de guerra; el ratón, vivo o muerto, no volvería a emitir sus chillidos.

    Inmediatamente, todo territorio visible se hizo con lo marchito. El tiempo se desató sobre la naturaleza como si millones de años se hubieran acumulado. Los árboles cayeron y se ennegrecieron, las flores se recostaron, dejando una neblina oscura en el páramo. Todo se deshidrató, lo único visible era una sutileza áurea que exornaba el mundo. Para el alquimista la primavera se había esfumado.

    Se echó a llorar, abrazó la estatua de su compañero. La pieza no se oxidó como lo demás, pues todo arte busca su etapa de gloria. La historia cuenta que los alquimistas buscan glorificarse mediante la transformación de la materia en oro. ¡Viva el gran logro inmortal del alquimista! A ese punto, el viejo oía al tiempo mismo: una campana enorme, un cucú que resonaba en la existencia. Lo escuchó varias veces. Después, la estatua se hizo pedazos, el alquimista la tiró al enterarse de que el sonido provenía de su pecho.

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  ➤ Michael es un apasionado escritor mexicano que desea compartir sus letras. Otra de sus obras es:
  • Cuento "¡Mano al sicario!" (2024), Revista de Axel Leandro: La Tabla Esmeralda.
  ➤ Pueden encontrarlo en Instagram.

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