De Alaiseraan y Xixinthe

Fotos de uncoveredlens Eze Joshua y Philippe Donn

escrito por Sinfonía Universal

    Un día se cumplieron los miles de deseos afines a un solo objetivo más que evidente. El continuo golpeteo de los viejos sartenes, el crepitar del fuego y el exquisito aroma de la piel y la carne de los miles de pescados ha llenado la boca y estómagos del niño y del viejo, de la niña y la anciana sin dientes, de la joven pareja, la mujer embarazada y el hombre sin virtud y de todo aquel. Incluso había favorecido al más asqueroso de las alimañas nocturnas, que estaban igual o peor de raquíticos que los habitantes, debido a la escasez de muertos reducidos a cenizas por el temor.

    Pero eso no importaba, no ahora, no.

    El gran festejo empezó cuando un moribundo, que bebía del río para saciarse por última vez las tripas, deliraba con una quíntupla de pescados. Después esa quíntupla se multiplicó, y continuó, y continuó, y el hombre se creyó al fin loco. Porque los pescados ya le tocaban los pies, luego y sólo luego, más arriba de ellos. Rodearon a sus piernas, y él por fin comprendió, que sus manos no bastarían. Sacó fuerzas de un espíritu renovado, de la esperanza marchita que floreció y eclosionó como miles de dientes de león. El viento lo arrastró al igual, y gritó. Exclamó. Lloró con emoción.

    Nadie le podía creer, pero él llevaba tres pescados en sus brazos y juró que había más que sólo tres, ¡ahora había más de cien! Cuando el más incrédulo llegó al río, gracias a los dioses, gracias a las estrellas y a todos los seres que escucharon sus rezos. De verdad los habían bendecido.

    «¿Estarán envenenados?, ¿será acaso una prueba de fe?, ¿será solo un milagro a fin de algo peor? ¡Qué importa!, ¡comamos, coman, vengan hijos míos, sazonen mujeres, cocinen los hombres!, ¡comamos, comamos al fin!».

    Clap, clap, clap.

    Y entre los miles que comían y festejaban, sobre todo entre los que bailaban, aplaudían y giraban con ingenua torpeza, una joven de vestido blanco con polvo e hilachas al ras de los tobillos, reía y sonreía. Alaiseraan dejaba a la vista los aperlados dientes y colmillos. Ella también estaba satisfecha, como muchos otros que, por primera vez, se unieron a la causa.

    «Disfruten, disfruten antes de que el tirano maldito les quite todo nuevamente», dijo Alaiseraan, sin ser escuchada. Eso no importaba, claro que lo harían. Lo harían hasta vomitar, guardarían con recelo las sobras y continuarían el deguste hasta los huesos si es posible.

    Los peces bañados en oro, que nadaban en los ríos de sangre del bosque, inundaban las reservas de rocío de los condenados buitres. Ya transcurridas quince lunas tristes y Rovan no había hecho acto de presencia desde los festejos y la luz de dulce cuna.

    «Quizá está con ese demonio con piel de joven», pensó Xixinthe, la más sabia de las ancianas de la aldea.

    El chamán Taiojxaimel de los montes de Vasibraqo había arribado de modo infeliz, gracias a lo que había entre las piernas de Maaharayil, la virgen que, más allá de los todos, conquistaba todos los confines de un para siempre. Al igual que ella, con susurros hechos cuentas, canciones de entrevelos.

    Xixinthe hilaba las cuentas de un nuevo bordado que había creado para la niña con aroma a alas de monstruos de risas que, vez tras vez, visitaban a su juventud anciana. Ella era, después de todo, una decoradora de brisas y cayenas, aroma a coco y corrientes marinas del mar de estrellas que, se decía, inundaba las esquinas del mundo rico de cuenta cuentos.

    No había mucho que pensar, salvo los deseos que enjugaba del río de sus mejillas cuando pensaba en el amor que le había profesado a su familia, devastada y hundida en hambre y batallas. Ay, Xixinthe, qué tonta eres, piensas en los más nobles otra vez.

    Y fue cuando vio a la niña bailando, uniéndose a la fiesta. Se sonrió en secreto y palpó su rodilla cubierta de piel de hojas y animales, del árbol de huesos, de raíces brunas. Del tul carmín y de las obras que abrigaban al cielo de colores. Devorado el apetitoso manjar, te habías saciado y ahora querías apreciar más de cerca los ojos inocentes de la niña.

    «Alaiseraan, mi niña, ven, tengo algo para ti. Sabes que puedo ver tus alas y anhelo que las ocultes. Alaiseraan, te pueden robar de mi lado. Alaiseraan, me has traído risas y luz».

    La anciana se carcajeó y las arrugas de su rostro se hicieron prominentes. Todos en la aldea estaban felices. El cacique de la aldea tenía una maldición, nadie sabía por qué, pero a veces había hambruna en la aldea y los peces y las cosechas eran distintas en cada estación. La anciana pensaba que, de algún modo, el cacique y la niña se parecían o, más bien, que eran lados opuestos de una misma cuenta. Y aunque la cría inundaba con el sol de su escarcha y los matices de su rocío de gardenias hechas manos, el cacique, por el contrario, era una cala llena de tristeza.

    Muchas veces quiso hacer razonar al inmundo, pero había visto los signos de los dioses en las cicatrices que adornaban sus manos: las marcas de las estrellas.

    Ay, Xixinthe, ¿no ves lo que nosotros? Ellos son de nuestras huestes, con heridas a mirra, a fuego estelar y oro de voces. Velo. Dinos si los amarías como nosotros los amamos desde la lejanía. Desde el presente, pasado y futuro hecho nombre y adoración.

    Podía ver cómo se alzaban al cielo el triste llanto de la podredumbre que formaba nuevas nubes, que, esperaba, cayeran a cuenta gota aún después de la ira de los dioses.

    Alaiseraan podría llamarse a sí misma como nómada de la noche y la más evasiva concubina del día. Vestía con una gruesa capa para esconderla de los ardientes y apasionados besos del sol.

    «Mamá», exclamó Alaiseraan con suavidad al escuchar la voz cansada. Giró sobre sus sucios talones y anduvo con adorable trote hacia ella. Se tumbó sin cuidado al suelo, de rodillas, y puso su cara sobre las piernas de la anciana.

    «No hago travesuras madre, me escondo, pero, no puedo evitar ser feliz. Te encontré a ti, y fui feliz. Ocurrió este milagro y mi corazón es aún más feliz. Me duele la cara madre, creo que he sonreído tanto que no podré gesticular por un tiempo», alzó sus ojos con mirada infantil, y sin embargo, un brillo astuto y malicioso se mostraba al fondo como un ente en la perpetua oscuridad.

    «Le he dado como uso a mis alas de vestido, y han empezado a romperse, ¿podrías ayudarme después?, coserlas con…», Alaiseraan sostuvo las suaves y delgadas manos sobre las propias. Tan frías como la muerte. «Estas, tus santas manos».

    Ella se portaría bien, se lo había prometido después de verse ambas obligadas a esconderse en aquella aldea hace ya algún tiempo, cuando por descuido, mostró su esencia a un cobarde desilusionado.

    La anciana estuvo a punto de tropezarse, mas la pequeña Alaiseraan la logró sostener. Eres tan vieja, pero tan niña de corazón, dulce Xixinthe, ¿que no ves los peligros de tener a tu lado a una estrella venida de la poderosa guirnalda de adviento que es noche? Ni ella lo sabe, ni ella misma conoce el daño que puede hacerte con su aroma a diamantes, a mareas danzantes.

    «Hija mía, espejo de mis espejos, reflejo de mis deseos. Tú que has logrado burlar a la muerte muchas veces con tu aroma a azucenas, ¿buscas la ayuda de esta vieja?».

    Se carcajeó mostrándole sus desdentados dientes; abrazó a la muchacha y la besó en la cabeza y la frente de pieles tersas. Captó las nacientes etéreas de sus manos. De su aroma vivo, de los lirios de sus ojos. Entonces paladeó el sabor de los pescados de oro que habían cobrado vida. De las hojas, de la fruta y de legumbres asadas y le entregó el nuevo abrigo para después, y sólo después, burlar el escudo de los bosques y entregarla a su pequeño escondite donde le palpó las alas con forma de vestido.

    «¡Traviesa! Observa el estado de tus abrigos; mira como la nieve nos ha instado a apartarnos tanto. Y todavía te dignas a jugar con los niños y muchachos». Rio con la sonoridad de una campana. «Sé que te gusta uno por cómo te arreglas, y que es el dueño de tus suspiros, la blancura de tus pechos, tu destino hechos vírgenes regalos».

    Ay, vieja, si la conocieras, sabrías que hay mucho más allá. Y mucho menos.

    Ella recordaba entres la demencia de sus rasgos.

    Arribaron mucho tiempo atrás del mar de ensueño, aperlado entre los mástiles de los consentidos nombres de las estrellas. Habías sido una sacerdotisa entregada a sus maneras; te habías vestido con sus abrigos de escarcha, y así y sólo así, tuviste el don de verlas. Pero con el paso del tiempo y la estrella que habías hurtado, quedó a tu cuidado como una estrella que te coronó de caricias infantiles y te dio, en su doble corazón, el nombre de Mamá.

    «¿Ya abandonaste la idea de comerte al cacique, niña mía?», solías preguntarle. Sus dientes y su niñez de hembra, desaparecía cuando se lo preguntabas. No solía decirte nada, pero tú, y tan sólo tú, notabas que se le erizaba la piel. Comenzaste a remendar su abrigo y lo que ella vivió y viviste en el entre medio de un verano que no arribaba a tu casa.

    «¿Cómo aún extrañas convivir con esta vieja?».

    Alaiseraan se sentía disgustada. Ni siquiera pudo contrariar a su madre en torno a ese alguien que le gustaba (cosa nada cierta, no había nadie aún que mereciera siquiera sus suspiros, ya no). No entendía cómo su madre se interesaba por el bienestar de ese corrompido cacique. El pensar en su nombre verdadero le volvía de hiel la lengua y le destemplaba el vientre. Pero la madre era necia, no comprendía que, el día que lograra su objetivo, ella, y sólo ella, sería la primera que llegaría con un miserable pedazo de ese ser en un cofre de la madera de los árboles mortuorios en los que reposaban los guerreros caídos.

    Por estos pensamientos en su cabeza Alaiseraan no le contestó, también porque su madre no merecía ni un ápice de ira proveniente de ella. Mucho menos cuando el tema giraba en torno a aquel paria.

    «Mamá, ¿cómo dices eso?, ¿es que acaso buscas arrancarte la lengua?», dijo con curiosidad genuina. «Siempre querré tu compañía, eres mi mamá, ¿qué haría yo sin ti?, o, ¿es acaso que planeas dejarme, madre mía?».

    No pudo evitar que sus ojos se cristalizaran. Percibió el ardor y el dolor que ello provocaba (las lágrimas). Ellas corroían desde su nacimiento hasta la suave piel sobre la que se deslizaban y, aunque sus heridas sanaran pronto, era mejor evitarlo antes que sus cuencas quedaran vacías.

    «Ay, ay», se quejó Alaiseraan de eso. «Mamá, no me hagas llorar, mejor, mejor cuéntame tú de uno de esos amores tuyos, porque yo no tengo ninguno. No desde que el cobarde ese casi me entrega. Si no fuera por ti, madre, por tu sabiduría, no sé qué sería de mí».

    La anciana Xixinthe meditó en las palabras predicadas por la pequeña. No logró del todo reunir el coraje para decirle que se preocupaba por el cacique pese a todo lo que les daba. Estuvo un momento en un estado de meditación. En eso, él no era malo, sólo diferente por lo que se puso a frotarse las manos algo nerviosas. Nosotros vimos sus manos de bruja desde todas partes, con nuestros ojos manan de las piedras, del tronco de los árboles, nacientes en las ramas, multiplicados en las hojas.

    A pesar de todo, su casa las escondía bien de los intrusos y como bien sino, fue que ella suspiró y besó la frente de esa doncella labrada, tal y como una hembra de juventud vivificada.

    La estrechó entre sus brazos y suspiró largo y tendido.

    «No le recuerdo tan malo, después se afeó su corazón. Era muy niña cuando lo conocí. No ha envejecido. Mis hijos y nietos sí pasaron por la justicia del tiempo. Todos hemos sido juzgados. Además, tú lo mirabas con ojos prendidos de perlas. Lo querías».

    Era muy cierto, pero todo había cambiado, por nuestra causa de él, el Cucújijkilio, el dueño del millar de ojos que creaba ilusiones donde quiera que fuese. Somos Popapjirús, ojos después de todo, emergen de su lengua. Él somete a prueba a los mortales e inmortales y la prueba dejó para ustedes, malaventurados de la aldea, el sentido de la traición y el engaño. Como bien les arrojó los piojos que se posaban en su pelaje. Sus manos de nueve dedos destinadas a sostener sus ojos compusieron la ilusión. Y se hicieron otras luces para la gloria de los suyos. Por eso viste a regente con otros y lo juzgaste. Lo repudiaste y nosotros parpadeamos en el frente, en los lados y atrás.

    En toda la naturaleza.

    En Ijikmiq.

    Al entrar a su casita, una cueva escondida ubicada más allá de la aldea, la vieja te ofreció un puñado de la cosecha de los ríos de sangre; ya la brea no existía en esa época de los años y te pidió el desnudarte. Deseaba acomodar tus alas con tus artes de sueños. Xixinthe, Xixinthe eres sabia pero ya estás cansada de los vivos. Tus arrugas son heridas de guerra para ti.

    Y mientras le contabas tus secretos, un suspiro raso ganó el tiempo de tu vida. Después de todo con cada remienda perdías años de vida, pero no se lo dirías a la niña. Dijiste:

    «Sólo tuve un amor y cuando él se unió con el Kajkurimiw, el Todo, y con mis niños, no tuve corazón para dejarlos ir», te dijo, «los anhelo más que a nada y siempre le recé a las estrellas por su descanso. Después, y sólo después, tocaste a mi puerta y viniste a mí en ayuda para que remendara tus alas. Sentí mucha nostalgia al verte. Como si algo se desprendiera de ti, como rocío y escarcha buena, que se me impregnó en las manos.

    Lo demás son cuentos de esta vieja era, sin dudarlo, una sonrisa desdentada».

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  ➤ Sinfonía es una escritora venezolana con gran pasión por las letras y que ha compartido muchas de sus obras en diferentes ambientes literarios. Algunas de estas son:
  • "La Caída del Sol" (2021) Maremágnum de Letras
  • "El cantar de la Compasión" (2022) Revista Brújula
  • "Una Vida por el Amor de una Rosa" (2022) Antología Aconteceres
  • "El Consorte del Cielo" (2023) Revista La Madriguera
  • "Ruggoroyubvenar" (2024) Revista Lectambulos
  ➤ Pueden encontrarla en su BlogX e Instagram.

Comentarios

  1. Me encanta!, preciosa escritura muchas felicidades!

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  2. tienes sin lugar a dudas una prosa exquisita, casi puedo sentir el ébano ahumado alzarse en cada línea de la historia así como la armonía que hay en cada detalle desde la miseria que acongoja a la aldea así como la devoción de una madre por su hija;no voy a mentir, quisiera saber que pasará más allá de aquella velada surcada de jolgorio, así espero leerte muy pronto otra vez.~

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