Cuando danzan las espadas

Foto de Yaka Bagus

escrito por Gretchen Kerr Aderson

Para Yoss, el aventurero mayor... y posiblemente un auténtico Tahúr.
También para Eliécer Fleitas G., apasionado seguidor de George R.R. Martin y
su épica caballeresca, los juegos de rol y el lore de World of Warcraft.

    Un ladrón con pies descalzos se deslizaba entre la multitud. Intentaba robar una manzana de los barriles de un puesto de frutas, cuando el mercader se interpuso entre el vándalo y su objetivo, agarrando la mano que pretendía hurtar su propiedad. Su mirada recorrió el cuerpo del muchacho, desde los pies desnudos y sucios, hasta su ropa andrajosa que apenas le cubría el prominente costillar.

    —¡Maldito ladronzuelo de los Consorcios! —gritó enojado— Ahora mismo llamaré a las autoridades para que te atrapen, mocoso. ¡Aprenderás a no robar más a fuerza de latigazos!

    El hombre, gordo y ataviado con extravagantes ropajes, intentó requerir la atención de los guardias, pero el muchacho se liberó del agarre de un tirón, dándole una patada en una rodilla. Antes de salir huyendo agarró la manzana, y derribó la vara que servía como sostén principal al toldo de la tienda, que se precipitó sobre el hombre como un sudario, dejándolo aún más enojado mientras vociferaba:

    —¡Maldito suburbano! ¡Atrápenlo! ¡Prendan al ladronzuelo!

    Lo que siguió fue casi cómico, con algunos curiosos congregándose en torno a la tienda caída y su dueño, quien no cesaba de repetir la misma diatriba mientras trataba en vano de liberarse del peso de la lona. Algunos soldados del rey Richmond II, atraídos por el tumulto, se acercaron al lugar abriéndose paso entre la multitud.

    Vestían relucientes armaduras de metal, decoradas con los colores y emblemas característicos de la casa real. Cascos adornados con penachos protegían sus cabezas. Envueltos en capas de colores vivos, con tonos azules y dorados, portaban escudos con el león rampante, símbolo de la casa de Richmond. En contraste con los soldados del rey, también había por la zona guerreros que servían a otras casas nobles, cuya vestimenta era menos vistosa. Estos, más sencillos en sus armaduras y estandartes, lucían una apariencia más modesta, sin muchos de los adornos y brillos de las armaduras reales.

    Día tras día se les observaba rondando la zona; vigilaban cada rincón del Distrito de los Mercaderes. Su presencia servía como advertencia para cualquiera que intentara acercarse demasiado a la Zona Central, para quienes tramaran traiciones en las sombras, o simplemente para los que quisieran provocar disturbios.

    Sin embargo, en esta ocasión, no pudieron prender al taimado ladronzuelo, quien se alejó a toda prisa, trastabillando entre la multitud a base de empujones y pisotones, ocupado en devorar su primer trofeo de la mañana. Como otros habitantes de los Consorcios, aprovechaba la hora matinal para violar la prohibición de acceso y hurtar algo de alimento que le permitiera no morir de hambre.

    La plaza del Distrito de los Mercaderes era un hervidero de vida y color a esa hora. El sol de Taris brillaba con fuerza sobre los toldos de colores que protegían las tiendas y los puestos ambulantes. El aroma de las frutas frescas y los alimentos calientes flotaba en el aire, mezclándose con el sonido de las voces y los gritos de los vendedores. Los ladridos de los perros de carga, el golpeteo metálico de los martillos en las herrerías, y el estruendo de las carretas, creaban un ruido constante, que componía la escena cotidiana de esta zona, donde los trashumantes, que llegaban en caravanas desde las ciudades vecinas, exhibían sus productos.

    Mientras caminaba, el joven ladrón observaba los puestos de los vendedores, buscando su próximo objetivo. Se acercó a la tienda de los negros balawos, quienes entrenaban a sus simios mascota para que recolectaran frutas en lo alto de los árboles de su tierra natal, Balambda, y ofrecían lo mejor de su cosecha en aquella concurrida arteria citadina.

    Se deslizó entre las tiendas de los leñadores de Khútar y sus estibas de madera preciosa, muy cotizada por los ebanistas del reino, y los puestos de las morenas curanderas de Furse, que comerciaban con sus especias exóticas, incienso, hierbas medicinales y elixires afrodisiacos.

    Se lo pensó un par de veces cuando pasó frente al comercio de los robustos pescadores de la costa de Nimeria, quienes vendían barriles de pescado fresco, tiburón, calamares y ostras. Pero a la postre siguió su camino en busca de una presa más sencilla de estafar. Los nimerios tenían fama de crueles e implacables con aquellos que transgredían los límites de lo que consideraban su propiedad.

    Finalmente llegó hasta la tienda de los cazadores de Tyr, conocidos por su afición a la bebida, y por sus trueques con la carne de bestias salvajes cazadas en sus praderas, por el exquisito hidromiel de Taris. El vendedor, un hombre de rubia melena, portaba una botella panzona de cuello alargado en una de sus manos, y parecía estar ebrio. Lo mejor de todo era que en ese momento no había ningún cliente parado frente a la tienda. Debía aprovechar la oportunidad.

    Mientras se deslizaba entre el gentío, tratando de acercarse, vio a un hombre joven y esbelto, de espaldas anchas, cintura estrecha, piernas y brazos torneados y musculosos. Vestía ropa negra y una armadura de cuero negro, además de botas de piel exquisita, y se acercaba donde el vendedor de Tyr justo en el momento en que el chico se disponía a hurtar la carne.

    La parte superior de su rostro la ocultaba el ala de un sombrero, pero pudo atisbar su barba y bigote, ambos del color del fuego. Entre ellos, su sonrisa pícara deslumbraba con unos dientes perfectos. A unos metros de él se encontraba un caballo negro, ensillado y listo para cabalgar.

    El individuo intercambió algunas palabras con el vendedor y sacó una pequeña bolsa de monedas. El muchacho de los Consorcios se escurrió por lo bajo, y mientras este escogía algunos filetes, deslizó la mano en el interior de su faltriquera. Cogió lo primero que fue capaz de agarrar y se alejó de nuevo.

    En ese instante los campanarios de la Catedral de la Luz, localizada en la Zona Central, anunciaban la hora del mediodía con estridencia. El desconocido terminó su compra, se acomodó el sombrero de manera teatral, montó en su caballo y partió a toda velocidad. Desapareció por el callejón como si hubiera sido tragado por una garganta invisible. Mientras lo hacía, el muchacho notó que portaba un par de hojas filosas enlazadas y ocultas detrás de su espalda; armas magníficas cuyos brillos gemelos reflejaban el sol. Abrió la palma de su mano y observó lo que había robado al descocido. Se trataba de un objeto de metal redondo y dorado, pero no era una moneda, de eso estaba seguro.

    Una partida de cinco soldados a caballo apareció de pronto en medio del gentío, en lo que parecía ser una persecución, levantando una gran polvareda, agitados y con las largas espadas desenfundadas en una mano mientras con la otra se asían a las riendas. Los guardias, medio desorientados, se detuvieron cerca del lugar por donde había desaparecido el individuo y otearon los alrededores mientras sus monturas piafaban y caracoleaban en amplios círculos. «Se nos ha escapado de nuevo», dijo uno de ellos. «Ese demonio nos ha burlado otra vez», añadió otro.

    El ladronzuelo siempre había temido y evitado a los soldados de Taris sin importan la casa a la que pertenecieran. Cuando los guettos se congregaban en las frías noches alrededor de los humeantes basureros de los Consorcios (que incendiaban para mantenerse calientes en la periferia de la urbe), relataban historias macabras sobre huérfanos, vagabundos y lastrados que desaparecían durante las rondas nocturnas de los soldados, y sobre cadáveres sin identificar que aparecían luego, entre los desperdicios, pasados a espada y a medio comer por los perros callejeros y las ratas.

    Al verlos, el muchacho intentó escapar, y ese fue su gran error, pues un par de jinetes interpusieron sus bestias en el camino y lo acorralaron.

    —Perteneces a la periferia. No deberías estar aquí. ¿Cómo cruzaste el Portón? —inquirió uno de ellos.
 
    —¿Qué ocultas ahí? —preguntó otro, suspicaz.

    El último soldado en hablar desmontó de su caballo y le arrebató el objeto que había robado momentos antes. Luego de observarlo en alto, a la luz del sol, exclamó:

    —¡Es el sello del Tahúr!

    El escudo heráldico fue pasando de mano en mano entre expresiones de sorpresa y odio.

    —¡Conspirador! —dijeron entre dientes.

    Pronto, los filos de las largas espadas de los soldados apuntaban hacia su garganta desde cinco ángulos diferentes.

    —El Tahúr se nos ha escapado, pero no regresaremos al baluarte con las manos vacías a escuchar reprimendas de nuestros comandantes.

    Los soldados le echaron un lazo al cuello, y mientras le llamaban «rata de la periferia» y otros insultos que ponían en relieve cuán insignificante resultaba la clase pobre, o el vulgo, como ellos los llamaban, lo condujeron a empujones hacia el baluarte.

    En aquel momento, el chico sintió un odio infinito hacia aquellos hombres que se hacían llamar «guardias», pero que, lejos de proteger a la población, durante los ataques de las bandas mercenarias tan frecuentes en la región, se parapetaban tras las murallas del anillo medio de la ciudad y dejaban que las miserables comarcas de la periferia fueran asoladas por los bandidos.

    El trayecto hacia el baluarte se convirtió en una tortura silenciosa, marcada por las risas burlonas de los soldados que lo arrastraban sin compasión. Al llegar, el chico fue conducido a una celda de la fortaleza. El eco de sus pasos resonaba en las paredes de piedra, mientras las sombras danzaban alrededor como espectros de su propio miedo. Sabía que su destino estaba sellado de antemano, que el juicio sería rápido y despiadado en manos de aquellos que se autodenominaban protectores de la ciudad, pero que en realidad eran cómplices de la opresión y la crueldad.

    Luego de haber pasado la noche en las mazmorras, el chico fue juzgado y enviado a las canteras de Seyndal; mano de obra barata que siempre se las arreglaban para conseguir a través de juicios fraudulentos y falsas imputaciones.

    A partir de este punto, su vida en las canteras salinas de Seyndal fue un infierno. Trabajó bajo el sol abrasador del día y el frío gélido de la noche, con un constante dolor en las manos y los pies. Compartía celda con otros presos malnutridos, muchos de ellos también encarcelados por delitos menores o juicios truculentos. Fue en este sitio donde escuchó sobre el Tahúr y su lucha contra la tiranía del monarca Richmond II. A medida que pasaban los días, empezó a prestar atención a las historias y rumores que se contaban sobre este misterioso líder rebelde.

    Para algunos, el Tahúr era un simple bandido, ladrón y maleante que merodeaba por los bosques cercanos a Taris, la ciudad capital. Pero para otros, era un verdadero líder del pueblo, un defensor de los marginados y enemigo acérrimo del régimen. A medida que su vida en la cantera se desvanecía, el chico comenzó a sentir una admiración creciente por el Tahúr, de quien ahora estaba convencido era aquel hombre misterioso a quien había conseguido robar ese día en el distrito. Conoció más acerca de él a través de los relatos de otros reclusos.

    El Tahúr era un archibuscado agitador político de la ciudad y sus alrededores, amado por unos, odiado por otros, y sobre cuya cabeza pesaba una recompensa sustancial. Antes fue conocido como el adinerado Lord Rhothpress, quien vivía en un castillo opulento en la Zona Central y se codeaba con las altas elites de la nobleza. Después de la muerte de su padre y tras heredar sus bienes, a causa de correrías y desenfrenos con vino, mujeres y apuestas, quedó reducido a la más absoluta miseria. Luego de esto, el arruinado lord decidió abrazar de buenas a primeras la causa de los pobres y explotados, se convirtió en un forajido de los bosques y conspirador en contra de la corona.

    En cada pueblo que hacía acto de presencia, convocaba mítines a altas horas de la noche, en lugares secretos y apartados, para hablar de democracia y derechos del vulgo, y así logro torcerles la mente a unos cuantos crédulos, que, con los brazos alzados y sus instrumentos de trabajo en mano, a la luz de las fogatas, se unían a él con júbilo. Si bien contaba ya con una buena partida de adeptos, en su mayoría parias, que lo secundaban en busca de algún provecho personal prometido tras bambalinas.

    Le llamaban el Tahúr, precisamente por su afición a los juegos, la bebida y la compañía de damas de dudosa moral, causa de su ruina y posterior corrupción. Durante su cautividad en Seyndal, en el transcurso de dos años, el joven ladrón se unió a varios intentos fallidos de rebelión y fuga, que luego costaron sendos castigos y horas extra de trabajo ininterrumpido. Algunos cabecillas de espíritu débil se quebraron, y desistieron de buscar la libertad, sin embargo, a medida que pasaban los años, el chico fue creciendo y ganando sus propios seguidores.

    Convertido así en líder de unos pocos valientes, una noche asesinaron a los vigías y, entre el caos desatado, lograron escapar hacia las entrañas protectoras del bosque fronterizo a la costa, después de cuatro años de esclavitud en las canteras. El ladronzuelo nunca olvidará la sensación de libertad que sintió aquella noche, corriendo entre los árboles y los arbustos. Sabía que la vida en el bosque no sería fácil, pues eran fugitivos peligrosos a ojos de la corona y de los guardias, pero en ese instante se sentía lleno de determinación.

    Así estuvieron escondidos en la espesura del bosque, viviendo del pillaje o como mercenarios, dispuestos a hacer los trabajos más viles por una mísera paga que les permitiera sobrevivir. El ladrón y su banda se convirtieron en el terror de los viajantes en cada recodo de los caminos. Por estas acciones, pronto el bandolero se ganó el apodo de «El Atracador». Un día, tras conocer que la villa de Ordán-Silet había sido tomada por un grupo de mercenarios y devenida en el refugio ideal para toda clase de bandoleros, marchó hacia allí con su gente.

    Las primeras llamaradas rojizas del crepúsculo encendían el cielo cuando, tras dos jornadas a caballo bordeando la franja boscosa del Tigris, El Atracador y sus hombres llegaron al pequeño poblado de Ordán-Silet. Habían cabalgado bajo el espeso follaje de los árboles hasta alcanzar la llanura de Levante, desde donde siguieron camino a campo traviesa y cielo abierto.

    Ordán-Silet era apenas un asentamiento agrícola, situado en medio de la nada, donde se alzaban una treintena de chozas de adobe con techos de paja rodeando un granero semiderruido, algunas parcelas y un pequeño molino. Cuando los bandidos tomaron el lugar, ni un solo campesino opuso resistencia ante los invasores, sino que, en cambio, huyeron despavoridos por la llanura con sus mujeres e hijos, dejando atrás sus escasos bienes en manos de los nuevos conquistadores con tal de salvar sus vidas.

    A medida que se acercaban y las siluetas de la villa se hacían visibles, los bandoleros notaron que se había erigido una empalizada. Varias antorchas ardían en las afueras del poblado, desde donde se oían gritos y exclamaciones ahogadas junto al rítmico toque de címbalos y laúdes.

    Al llegar a la entrada, un par de kuths con semblante hostil les salieron al paso, armados con sus hachas de leñador. La pequeña comitiva de bandoleros, hambrientos y agotados por el viaje, se movió nerviosa sobre las sillas de montar. Para salvar la incómoda situación, El Atracador desmontó de su caballo y fue a hablar con los dos guardianes. Una bolsa repleta de monedas después, los caballos descansaban en los establos y la banda caminaba con paso tranquilo por la villa.

    La noche había caído por completo sobre Ordán-Silet. Era una noche estrellada, de luna nueva. Pronto El Atracador y su gente descubrieron el motivo de la música y el jolgorio en aquel sitio. En medio del poblado, una gran fogata presidía el lugar en una amplia zona desolada alrededor del granero. En torno a esta, una pareja de bandoleros realizaba enérgicos movimientos con sus armas desenfundadas en mano, como si estuvieran en un duelo, aunque sin llegar a hacerse daño de verdad.

    Los dos luchadores ficticios, rodeados por un extenso coro de espectadores, exhibían sus mejores técnicas de combate al compás de la música y el bullicio de los asistentes, hasta que uno de ellos equivocó el paso y fue derrotado. La música cesó. El vencedor, un nimerio desaliñado de cabello rubio, vestido con un viejo jubón y pantalones desgarrados, recibió la ovación de los presentes, quienes le arrojaron algunas monedas a la improvisada liza, mientras el derrotado se retiraba del escenario.

    —La Danza de las Espadas… —silbó Vizken, el mercenario más cercano del Atracador. Un joven trotamundos que había recorrido varias ciudades haciéndose pasar por bardo o adivino, antes de integrarte en la pequeña banda que este comandaba.

    El Atracador conocía la antigua costumbre, que consistía en que cuando se reúnen varias bandas en un lugar, los líderes de cada una demuestran sus habilidades de combate entre sí, pero sólo a nivel técnico. Si un jefe de banda llegara a herir a otro durante la Danza, aunque fuera accidentalmente, tendrían entonces que batirse en duelo a muerte y el ganador pasaría a asimilar a los integrantes del otro grupo al suyo y se convertiría en su nuevo jefe. Sin embargo, nunca había tenido la oportunidad de participar en una de estas danzas.

    —Supongo que algunos pendencieros aprovechan esta tradición como una oportunidad para deshacerse de viejos enemigos o rivales, incluso para proclamarse como jefes de algún territorio, venciendo a quienes los controlan —dijo Vizken, guiñándole un ojo al Atracador, al tiempo que señalaba hacia un coloso recostado con los brazos en cruz sobre el pecho.

    Este se apoyaba sobre una pila de troncos dispuestos verticalmente contra las paredes del granero y estaba flanqueado por un par de khuz-timaros equipados con sendas hoces de mango largo, los cuales parecían hacer la función de guardaespaldas…, aunque en realidad no los necesitara en absoluto, pues aquel guerrero era la imagen viva de un troglodita: grande, robusto y velludo como un oso; sosteniendo una enorme masa de pedernal de mango corto entre sus piernas, que parecían troncos de árbol, como aquellos en los que estaba recostado. Vestía un rústico atuendo de piel y observaba con atención cada uno de los movimientos de los participantes en la Danza de las Espadas.

    —Estoy seguro de que Uthar el Bruto ha permitido la entrada de los líderes de bandas al poblado, que ahora le pertenece, para estudiar cada una de sus técnicas de combate y luego retarlos y aniquilarlos uno por uno, convirtiéndose así en el líder indiscutible de un pequeño ejército —dijo El Atracador.

    —Entonces Uthar no es tan bruto, después de todo —acotó este irónicamente.

    —No le llaman así por falta de inteligencia, sino por su exceso de fuerza bruta. Es realmente una bestia salvaje cuando pelea, pero, cuando no, puede resultar bastante astuto y calculador. Hay que tener mucho cuidado con él.

    El ladrón de los Consorcios dejó de prestarte atención a Vizken y a Uthar, y se concentró de nuevo en la liza. La música había comenzado una vez más y el nimerio se batía, cuchillo en mano, contra su próximo rival: un hombre de largas trenzas y piel olivácea, armado con una lanza y vestido solo con un taparrabos. Justo cuando comenzaron los primeros movimientos de su caótica danza, algo llamó la atención del Atracador.

    Un personaje extraordinariamente excéntrico se abría paso entre la multitud, luciendo su armadura de cuero negro, sombrero de ala ancha, botas de piel y su frondoso mostacho y barba rojos como la grana. ¡Era el Tahúr! Después de tanto tiempo, parecía no haber cambiado mucho en los últimos años. A su lado se hallaban sus presuntos guerreros de élite: un alto y corpulento hombre negro (muy probablemente un balawo), con un pequeño simio mascota posado en su hombro derecho; una cota de malla y un cinturón con una funda donde asomaba la guarda de una enorme espada claymore. También llevaba un escudo romboidal a la espalda, por lo que El Atracador pensó era el experto en defensa del grupo.

    En la comitiva que rodeaba al Tahúr también se encontraba una mujer rubia de ojos color ámbar, cuya mirada desafiante escudriñaba a su alrededor. Sostenía un arco gigante y llevaba un carcaj lleno de flechas en la espalda. Por último, otra joven, de tez morena y vestida con una túnica gris, llevaba consigo un largo látigo de múltiples flagelos enrollado alrededor de su brazo. Le llamó la atención el cinturón repleto de bolsas que ceñía a sus caderas, de donde asomaban frascos y viales de sustancias. Supuso que sería una curandera-alquimista de Furse, posiblemente la sanadora del grupo.

    Mientras observaba a este grupo peculiar, un grito y el cese de los címbalos lo devolvieron a la realidad de lo que sucedía en el centro del ruedo. En ese instante, el homule y el nimerio habían quedado en un confuso trance donde ambos, siguiendo sus particulares estilos de lucha, se habían aniquilado mutuamente, lo que significaba que ambos habían perdido y debían ser apartados de la liza.

    Ante la desolación de la arena de combate, entre los abucheos y reproches del público, aprovechó la oportunidad para avanzar hacia el centro. El Atracador desenfundó sus dagas gemelas sais del cinturón y con un gesto desafiante, señaló al Tahúr entre la multitud, ante la mirada perpleja de sus seguidores. Todos los ojos recayeron sobre él. La reacción del forajido ante el reto fue una risita burlona apenas esbozada en sus finos labios. Como si fuera el protagonista de una representación teatral, el Tahúr se deshizo del sombrero, entregándolo a la sanadora de su grupo, desenvainó sus afiladas shamsir y avanzó decidido en dirección a él. 

    Sin que mediara palabra entre los dos, se posicionaron uno frente al otro y comenzaron a moverse en círculos, las armas empuñadas, mientras se estudiaban mutuamente. Ya no era un niño hambriento y asustado de los Consorcios, ante un hombre imponente y misterioso a quien pretendía robar; ahora eran el Atracador versus el Tahúr, y aquello le produjo una gran satisfacción al bandolero.

    Con sus puñales dobles en mano, se abalanzó contra su oponente. Sentía cómo su brazo vibraba al impactar contra las armas del Tahúr, quien era rápido y escurridizo, moviéndose con una elegancia que no había visto antes. La estrategia del Atracador era más directa, con golpes brutales y certeros. Se movían alrededor del área designada como liza, intentando encontrar cualquier oportunidad de la que pudieran asirse para desestabilizar al otro.

    Los puñales dobles del Atracador brillaban a la luz de las llamas, lanzando estocadas contra el Tahúr, quien se movía con agilidad, esquivando sus ataques con movimientos rápidos. Fue un duelo frenético, con los cuerpos y armas chocando en un baile letal. El Atracador sentía la sangre hirviendo en el calor de la batalla, y estaba seguro de que el Tahúr experimentaba lo mismo.

    En el fragor del duelo, El Atracador notó cómo los hombres del Tahúr se movían con sigilo entre la congregación, urdiendo un plan que llevaría a la revuelta. La confrontación entre los leales a Uthar y los seguidores del Tahúr comenzó y el lugar se convirtió en un pandemónium.

    En medio del caos, Uthar se unió a la batalla, mostrando una ferocidad que sembraba el terror en el corazón de los presentes. Sus ojos brillaban con una malicia fría y despiadada, y su maza hendía el aire con precisión letal, buscando la rendición o la muerte de sus enemigos. En un giro inesperado, El Bruto lanzó un soberano mazazo en sentido vertical, barriendo ampliamente la zona donde se encontraban contendiendo ambos rivales. El Atracador logró salvarse al tirarse de bruces y rodar por el suelo polvoriento, mientras el Tahúr esquivó el golpe gracias al defensor balawo, quien interpuso su escudo romboidal entre Uthar y él, y luego procedió a desenvainar su enorme claymore.

    Uthar se preparaba para una nueva arremetida, cuando la curandera-alquimista arrojó un frasco en dirección a él y lo quebró en el aire de un certero latigazo, desatando una nube color verde azulada que cubrió al enorme coloso, lo cual provocó que perdiera el equilibrio y trastabillar, parecía mareado.

    El Atracador luchó junto al Tahúr, enfrentándose a Uthar en una batalla que parecía decidir el destino de los allí presentes. El Atracador se movía con agilidad y precisión, desafiando a Uthar, que ahora se movía con mayor lentitud, como un alucinado, con cada golpe y cada esquiva.

    El Tahúr, por su parte, secundado por su experto en defensa, era un guerrero astuto, con una habilidad en el combate que desafiaba la imaginación. Su destreza con las hojas sais era casi mágica, una danza mortal que cortaba el aire con elegancia y letalidad a partes iguales. Con cada movimiento, el Tahúr dejaba en claro que no era un adversario a subestimar.

    Uthar, en medio de la batalla, mostraba una ferocidad que aterraba a sus propios seguidores. Su ambición lo había convertido en un monstruo que solo buscaba el control absoluto sobre aquellos que se atrevían a desafiarlo.

    De pronto, el fuego ardiente de las llamas devoraba el poblado, a su vez iluminando la escena con un resplandor infernal. Decenas de flechas incendiarias se cernían sobre las cabezas de los contendientes y, al observar la sonrisa de medio lado del Tahúr, El Atracador supuso que provenían del carcaj de cierta arquera rubia de ojos color ámbar. En medio de esta barahúnda, la certeza de la muerte acechaba en cada sombra, obligando a todos a buscar una salida desesperada.

    Durante la desbandada, entre la humareda y el calor, El Atracador apuñaló a Uthar. Sin embargo, con el amanecer y las llamas que se cernían, llegó el momento de la huida. Vizken venía corriendo en dirección al Atracador, junto a los hombres de su banda que habían logrado escapar de la carnicería en que se había convertido la Danza de las Espadas de Ordán-Silet. El establo estaba en llamas, y en ese momento las bestias que no habían muerto pugnaban por escapar hacia la llanura. Los bandoleros montaron de dos en dos sobre los caballos que lograron atrapar, mientras veían al Tahúr alejarse a galope junto a sus tres guerreros de élite.

    El Atracador espoleó su caballo: no podía permitir que el Tahúr escapara después del caos que había desatado. Las hojas secas crujían bajo las pezuñas del corcel mientras se adentraba en el espeso bosque con las ramas golpeando su rostro, pero él no se detenía.

    Segundos después, alcanzó al Tahúr. Con un grito de desafío, el Atracador se lanzó hacia él, logrando derribarlo de su montura. Ambos cayeron al suelo enredados entre sí, con el polvo levantándose a su alrededor. El Atracador se lanzó sobre él, y comenzaron a intercambiar puñetazos en el suelo.

    Los hombres que acompañaban al Tahúr se detuvieron. La arquera, desde su caballo, observaba con ansias, intentando encontrar un ángulo en el que pudiera disparar su flecha sin poner en peligro a su líder. Sin embargo, los movimientos eran demasiado caóticos.

    Vizken y el resto de los sobrevivientes de la banda del Atracador habían llegado al borde del bosque, observando la escena con miradas de incertidumbre.

    Los intercambios de golpes eran brutales. El Atracador logró un golpe directo en la mandíbula del Tahúr, que lo hizo tambalearse. Con un rápido movimiento, el Tahúr le devolvió el ataque, golpeando el costado del Atracador con toda su fuerza. La lucha era una danza visceral, llena de rencores y viejas traiciones.

    A medida que el combate se intensificaba, la arquera, que había preparado su arco, decidió que no podía esperar más. Con un movimiento rápido, apuntó y disparó. La saeta voló por el aire, pero solo consiguió aterrizar el disparo lo suficientemente cerca como para distraer un segundo al Atracador, quien, con el rostro lleno de sudor, sintió el silbido de la flecha al pasar a su lado.

    La sorpresa le permitió un breve respiro, y en ese instante, con un giro inesperado, el Tahúr se alejó entre los árboles con una risita burlona.

    «Toda danza tiene su final, y yo encontraré al Tahúr donde sea que se esconda», pensó el Atracador, mientras lo veía alejarse entre los árboles.

    Así, la danza no había terminado; solo había tomado un nuevo giro, y el Atracador seguiría la pista del Tahúr para volver a retarlo, cuando danzan las espadas.

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    ➤ Gretchen es una poeta y narradora cubana que pertenece a la Asociación Hermanos Saíz de Holguín y al Taller de Ciencia Ficción y Fantasía "Espacio Abierto". Ha participado en numerosos eventos literarios, algunas de sus obras son:
  • Microcuento "El gato de los ojos de oro" (2014) Mayarí
  • Poemario "Retórica Negra" (2018) Mayarí
  • Relato "El enviado de Cotard" (2017) Revista digital Extrañas Noches Literatura Visceral
  • Relato "La Hechicera" (2020) Revista digital Novum de la UBIK-USB Universidad de Bolivia
  • Poema "Una lluvia de espejos rotos irá incendiando el universo" (2022) Poematrix
  • Poema "El abrazo del misterio" (2023) Poematrix
  • Relato "El Ojo de Freegh" (2023) Antología Caballería Mutante

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