El Réquiem del Silente Cazador

Foto de Laurence Prestage

escrito por Sinfonía Universal

    El Yezenizoinas, el Embrujo del Invierno, existió en un cierto tiempo, un tiempo condensado más que en el ayer, que en el hoy, que en el mañana, en el que sucedió un delirante milagro.

    Pocosapúl, Flor del Nacimiento de la Pureza y la Dulzura, la siempreviva que pendía del firmamento más amado, se desperezó y agitó sus pétalos muy remilgosa, en condenada faena. Entonces nevó con una ilustre felicidad. Y nevó tanto, que sus ideas y pensamientos tan inauditos, tan magnos y justos resolvieron dejar regados a sus hijos por todo un mundo con forma de caja; en la que las mareas de la arena y sus playas fueron sometidas a relucientes augurios.

    Estos se distrajeron con los heraldos de la creación que ella cometía y se atrevieron a desnudar la faz de los días, las tardes y de las noches que acompañaron el suceso. Y fueron bendecidas, más allá, con excelsos soles, lunas y estrellas repartidos en nueve partes iguales junto a ella en forma de corona de adviento. Iluminada ya su belleza, cayó abundante nieve y con ella manaron los que poblaron aquel recuadro repleto de deseos.

    Se cuenta que, gracias a este fenómeno proveniente de la flor, existieron imperios majestuosos como nadie, venideros de sólo endiosadas mentes de la gardenia que era ella, también de las brumas, de las nieblas, rodeadas por playas heladas a las que iban a morir los que debían morir tras cometer la más honda de las promesas cometidas.

    Y es en este ilustre universo, donde convergieron especies de distinta calaña, los más marginados estaban dotados de gracia; pues con sus manos, con su magia, cometían actos inimaginables.

    ¿Quién, si no que sólo los que fueron Gaizaníz? Ellos se atrevieron a meter sus manos en la hechura de la vida, en crear, pese a su diminuto tamaño. Todos venideros de concentraciones de copos de nieve que provino de los pétalos de la flor. Y la nieve, que siempre caía en la arena, rayaba en la cúspide como dulcificada desiderata.

    Por otro lado, de la arena que reventaba desde las playas del Océano de Meqezuneso, emergieron Gigantes vestidos con atavíos nupciales de forma ingobernable, capaces de todo y más, dotados con elementos propios de la suerte. Los más prósperos brotaron de eras y arenas, como capullos de oro, con ojos delineados y ciegos, y dotados de primorosa estampa.

    ¿Quién sino ellos para armar la vida? Con sus pétalos bajo tierra, porque se decía la flor pendía desde los cielos, su música iba más allá de las auroras. Un honor que para los Jidierir’iz era enriquecido con inagotable poderío.

    Dos razas ramificadas y reverenciadas a los imperios conmovidos; imperios que albergaban los corazones de los primeros nacidos y por lo que, a su suerte, respiraban. Con sus albas líneas, veinticuatro ciudades de arena se erigieron y en esa hechura cimentada en lo más profundo de las cosas, ahí los más marginados y con un poder preciso, se entretuvieron entre ellos.

    Unos ciegos coronados con coronas de adviento y, los otros más renuentes a no dejar su puesto, ya coronados de espinas.
 
    Todo fue bueno. Era un campo de amores, de arena y arcilla en la que muchos curaban y pendían de la vida y la inmortalidad con sus muchas manos y su intención hecha representación dignificada. Pese a todo, al momento de nacer, noté un paraíso adormilado a mi lado. Yo dormía. Allí vislumbré una luz en mi camino. Y te vi tarareando en la lluvia de ideas regadas que tú mismo habías edificado, mi dulce cruz, de las cicatrices de tu cosmos con las que soñé muchas veces. Contigo. Y en ninguno de mis sueños me hiciste el mínimo caso.

    ¿Cómo empezó todo? ¿Cómo hallé los montes de tus auroras boreales? Soy sólo el cazador que te conoció cuando aún tenías manos. Cuando te amé aún sin conocerte. El cazador que cantó para ti a la cuna misma, a las mareas de todos los nombres que habías arrugado como papel entre tus manos desnudas. Nombres que devoraste para protegerme como sólo una mamá gallina protege a sus polluelos.

    Con esos nombres me confiaste tus secretos, como si fuera el inevitable guardián de tus dolencias. Y gracias a esos nombres finalmente te amé, mi hermoso calvario.

***

    En el Karqatharar, el Laberinto de Sueños, ingeniosa fue la historia que contaron las lenguas que predican tus auroras boreales.

    Ellas.

    Perpetuas, dolientes, serenas y marchitas. Se nutrieron de lo valiente, de ese coro de voces que brotó de entre los cánticos de llameantes gargantas. De una nube de tul y tafetán. ¿Quién sí, quién no, podría hablar de lo predicado por todos nosotros en graciosa ingenuidad del pasado; ese que se inclina ante el mísero futuro tejido con los vellos púbicos de vírgenes doncellas?

    No seas ingrato y contempla tu leyenda. No seas ingrato y admira el ojo de tu edén en tierna usanza. Fuiste certero cuando nos diste la maldición en el nombre de tu nombre. En el nombre de todos los que somos conscientes de la crudeza de tu espíritu. De esas manos desnudas que tejieron más allá de la afluente de todas las cosas.

    Al amarte, te condené, condené a todos por igual como todo lo que una vez debió ser condenado.

    Y en la gratitud que llevaron consigo las gardenias, las lilas, las azucenas, la remembranza de tus nombres puestos en lo más alto junto a las estrellas; a lo largo del cosmos conmovido pudiste admirar como se la jugaron. Para reverdecerse en el sigilo de todas y cada una de las tempestades que significaron ser uno contigo.

    Hace mucho tiempo amanecimos contigo. Fuimos tuyos y desdibujamos las líneas de tu nombre para que parieras una noble causa. Admitimos que seríamos poderosos con tus anhelos hechos oraciones, gloria amada nuestra, perpetuo socorro de dolientes espumas. De honor y hálitos, de terrores nacientes en la frente de tus cabezas.

    Te alzabas sigiloso desde tu trono; convertías a todos en excremento pero, aún si bien fuimos sigilosos contigo, te anunciamos la más dulce de las ofrendas. Y las arrojamos a tus pies, y dimos un espectáculo ante ti, que aplaudiste nuestras maromas como nadie. Quebramos el muro que alzabas para resguardarte del todo y la nada. Y para siempre me sonreíste ante el rosal que extendimos con nuestra magia y con el que herimos la gracia de tus dedos.

    Nos cobijaste bajo tus alas, bajo tu seno de senos especiado con ayeres siderales. Entonces abrigamos tus manos y las cortamos entre todos para, con absoluto respeto, devorarlas para la absolución de todos tus quebrantos. Lloraste, malviviste nuestros deseos pero, tú, dulce redención mía, fuego dócil de naranjas de lo más alto del árbol de grandeza, dejaste en alto lo que tanto tiempo habíamos esperado. Y viviste por y para nosotros.

    Cantaron la buena nueva de tu historia, como yo canto desde esta tumba de inquietos sueños. En sigilo nos conmoviste con los tuyos de algodón de azúcar; tus pesadillas de acérrimas potencias. Todo lo que eres y más. Porque tú y tan sólo tú fuiste el elegido de la vida misma. Fuiste el consorte de consorte de un dios emperador, de una gallarda princesa, de un picaresco príncipe, un noble durmiente. De tempestades los vestiste a cada uno y en sigilo los desnudaste por y para ti.

    Y por tu causa y sólo por tu causa, amanecimos y perecimos con inquebrantable osadía, por tu mandato, por ti, por tu tempestad hecha nombre; porque eras la respuesta que ansiábamos subyugar entre todos los súbditos que afligieron lo afligido por tu causa. A ti, y sólo a ti, dimos más de lo dado. Y así, con sangre, sudor y las lágrimas de recién nacidos imperios, nació la que sería tu leyenda.

***

    En el Miriyalba, el Rey de Espinas, resultaba honesto que para el inicio de tu leyenda aún no hubieras nacido, sin embargo, para el inicio de la mía en gratitud a la de todos, nos vimos sometidos a un primaveral frío que desnudó las intenciones de quiénes tratábamos de forjarnos un futuro entre la nada, la arena, las nieves. La dinastía de todos los nombres que acumulábamos y que colgaban como trofeo de nuestros cuellos. Así, esa flor de flores, tan blanca como las primeras estrellas que vimos adornar el firmamento, no hacía más producir copos de nieve, playas de aguas heladas; pasión por desnudar a todas las cosas que desfilaban ante nosotros sin saber siquiera las formas que tenían.

    Todo era confuso. Inclusive para mí, que poseía una inusual ceguera que no me privaba de ver del todo a los más altos que eran los más perpetuos de los hermanos.

    Cosechábamos de los imperios, que no dejaban de nacer, de emerger desde los más dolientes sueños que nacían desde las cabezas de los primeros caídos, frutos con forma de corazones de diversa índole nacida. Hasta que vimos a las ciudades pastar entre los delirios que teníamos, y, más allá, de las formas asimétricas que tenían.

    Y al igual que un ganado de esos que nunca llegaríamos a ver, en otro lugar de virgen realidad, rellenamos esas islas unidas tan sólo por nuestros arrullos, pues solíamos arrullar a esas masas de carne construidas con reverencias por manos que entendí, después de todo lo roto, que había provenido de tus danzares entre esas aguas heladas; mancharon tus atavíos de cicatrices.

    Estábamos malditos. Podía ser absurdo, porque a pesar de todas las carencias de otros dones que pudiéramos poseer, teníamos más ojos de los que hubiéramos pedido. Cada uno revelaba, en diversos matices y paisajes, un pasado, presente y futuro al que no podíamos alcanzar.

    Guardábamos las más excelsas de nuestras dolencias, de nuestros susurros, de nuestras ofrendas. Y en uno, de los míos, de ellos, admiraron a la que sería la razón de mis sonrojos y suspiros, con danzarín porte. Él dibujaba la esperanza que creímos perdida, con la rozagante magia y del hambriento y siempre vivo mar, ese bruno oleaje al que se orilló a amar cuando ya no tuvo fuerzas. En las cuáles caerse dormido. Grata promesa se nos daba. No era en vano.

    Era ciego y, a pesar de todo lo que pudiera acontecer ante mi ceguera de nacimiento, me entretenía cazando más allá del mar de ébano que transitaba entre los pies desnudos de todos nosotros, con un oleaje de inaudita gratitud. El océano anunciaba, de vez en vez, de vez en cuando, lo que se nos había predicado ante la estela de las níveas estrellas que comenzaron a forjar caminos por los que atravesaríamos hasta un lejano destino, para morir callados.

    Y sus mansas osadías, nos colmaron de socorro.

    Entre mis silencios, recapacité en mi propia existencia, porque estábamos colmados de doseles y túnicas. Nos protegíamos de las heladas de nuestro propio ingenio. Del frío. De las tormentas de Coriolis. Entonces, y sólo entonces, por un impulso, o una estupidez tal vez, adentré mis pasos en el interior del océano. Humedecí mis pies entre sus aguas y me aventuré entre espacios envolventes. Admiraba el firmamento que se dividía en veinte escapularios y me guíe con la luminaria de sus estrellas. Y cubrí mis extremidades con arena de gama bruna. De conchas marinas. De estrellas de mar.

    Entonces, a medida que transitaba entre los páramos acuosos, admiré cráneos de gigantes, tan oscuros como los agujeros negros de nuestros corazones. Tan altos como las montañas a las que imaginamos alguna vez arribar, si acaso y sólo si acaso, dejábamos de lado el faro que coronaba el centro de los imperios que custodiábamos como nadie. Me entretuve con el sonido del oleaje.

    Entre nosotros existían tantas leyendas, tan descabelladas como ingenuas, que algún día una se haría realidad. Eso, por supuesto, no me producía temor, mucho menos rechazo. Lo que sí, y por lo que a veces deseaba gritar, era la visión brumosa con la que había nacido, pese a que mis ojos funcionaban diferente al de los que sólo poseían un ojo en el centro de su ser.

    Entre las leyendas que agradaban, y que me susurraban antes de dormir los más eruditos, era la que se decía que más allá del mar podíamos morir. Ahora estaba en el medio de la nada, como si algo o alguien me hubiera conducido a propósito hasta allí con sus hilos de plata y oro. Y ese algo o ese alguien, insistía en forjar una historia distinta para todos.

    Y la mía era esta.

    Y en su hechura, de creación de vertebras y órganos molidos, de ventanas caídas y matices que engalanaban todo, divisé entonces una figura cuando volví a moverme. Admiré un mural pequeño en anchura pero de una altura descomunal que, entre más me acercaba a él, más atendía a sus ruegos. Porque él rogaba que lo tocara con mis manos. Que lo descubriera con el relumbre de mi amor. Admiré que se desnudaba ante mí y me atrapaba entre su cordura. Lo vi moverse entre más lo quise alcanzar, y escuché su risa, como un concierto de cálidos amores. Me hacia el amor desde lejos sin siquiera tocarme.

    Ahí, y justo ahí, te conocí, y me enamoré de la supremacía de tu música.

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  ➤ Sinfonía es una escritora venezolana con gran pasión por las letras y que ha compartido muchas de sus obras en diferentes ambientes literarios. Algunas de estas son:
  • "La Caída del Sol" (2021) Maremágnum de Letras
  • "El cantar de la Compasión" (2022) Revista Brújula
  • "Una Vida por el Amor de una Rosa" (2022) Antología Aconteceres
  • "El Consorte del Cielo" (2023) Revista La Madriguera
  • "Ruggoroyubvenar" (2024) Revista Lectambulos
  ➤ Pueden encontrarla en su BlogX e Instagram.

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