Cuento escrito a la K

Foto de Nathan J Hilton

escrito por Michael Velázquez Flores

    La familia llegó al restaurante de los infinitos menús el veintiocho de julio. Cuando les dieron una silla, cada uno sacó una bolsa con su propio almuerzo y empezaron a comer, de pie, porque ahí no había mesas para sentarse. Su lunch era el elefante empacado de la noche anterior, y para el bebé, la madre lo amamantaría. Minutos después, el mesero se acercó y les tomó la orden.

    Como ya traían qué comer, el padre ordenó el menú de cuentos. Quedaron asombrados por los títulos tan tentadores que había: «La metamorfosis del negro», «D9», «Tsunami adentro de un avión»..., pero una obra les inquietó por sobre las demás: «Cuento escrito a la K» llevaba por nombre. Y sin importarles la elevada cuenta que costaría la lectura de aquel relato, lo pidieron y se les fue servido en un plato. La familia comenzó a leer.

    He aquí la historia:

    // No diría que soy un hombre, pero sí que lo era. Fue extraño. Recuerdo despertar, un poco atolondrado, de un vacío negro. Supe inmediatamente que había renacido como una mosca, una diferente a las demás. La transición me pareció muy rápida, similar a cuando tomas una siesta: pasan horas, pero solo eres consciente de cuando te acuestas y te levantas. Sin asfixiarme en esa angustia que me aceleró el corazón, empecé a mover mis patitas como loco; me sentía aprisionado en una forma tan pequeña. Eso era porque renací con excelente memoria.

    Recuerdo mi vida pasada como si aún la viviera, pues veo claramente cuando resbalé por las escaleras al bajar apresurado. Iba camino a mi examen final. Asumo que nadie me ha encontrado muerto, por lo tanto, ya puedo darme de reprobado; igual, siempre fui muy tonto. Pero da lo mismo; ni siquiera estoy seguro del tiempo que tomó el cambio. Además de esa opresión aplastante de saber que nunca volvería a comer un helado, por ejemplo, noté algo que vibraba en mi espalda: alitas inquietas.

    Me convertí en un anómalo consciente. Quise morirme de alguna forma porque no tienen idea de lo que es no tener dedos. Y la cosa no paró ahí. Mis ansias por ir a moverme no fueron menores. Sentía impulsos que antes no: necesitaba irme a la fuga y me comenzaban a arder los ojos. En resumen, me atacaba el instinto de molestar gente.

    A los pocos minutos de saber que era una mosca, me aventuré por los aires. No paré hasta que vi a un señor leyendo el periódico afuera de un café. A ese señor me le puse enfrente y no me hizo caso por estar concentrado. Se me ocurrió tocarle la nuca. Ni me lo imaginaba, resulta que no sólo conservé el inconsciente, sino la fuerza. Le toqué detrás del cuello y cuando volteó, tiró su café, con los ojos muy abiertos por no ver a nadie. Seguí así más de doscientas veces.

    El señor le reclamó a la camarera y se fue a su casa; no sabía que su acosador era una mosca, y menos que lo seguían. Al segundo quince mil, se cayó de su sillón cuando me vio y comenzaron los manoteos al aire. No consiguió darme, así que me harté y salí por la ventana.

    Al día siguiente me encontré al mismo señor en una tienda al lado de la heladería; había comprado un matamoscas. Lo seguí de nuevo, y en lugar de hacer acción con la nueva compra, el hombre trató de matarme con la mano.

    Mis viajes continuaron así: acosaba a ciertas personas, gritaban sandeces por pensar que era una broma, y volvían a sus actividades. Uno gritó: «¡Ya chinga a tu madre, cabrón invisible!». Sin embargo, nadie sentía mi presencia hasta después. La rutina se volvió repetitiva con lo poco que llevaba: unos dieciocho días desde la transformación. Sí, los conté, como también llevaba la cuenta de mis impertinencias. Los tocaba unas quinientas veces y se acostumbraban al acoso.

    Es absurdo pensar que alguien no ve a una mosca tan insistente sin necesitar cientos de toques, mas no hay otra forma de explicarlo; la gente viendo su teléfono piensa que es un tipo muy chaparro; los que leen, son más paranoicos, y todavía es seguro decir que nadie nunca se daba cuenta de que estaba ahí, porque no emitía ruidos. O la gente era idiota para imaginarse que era yo, o el inepto es el que les habla por empeñarse en tarea tan infructífera. Más bien es que soy un impaciente y quería que me noten al toque cuatrocientos, pero lo hacían al diecisiete mil.

    La mayoría trataba de matarme como el primer señor. Los desesperados, eso y un insulto. Otros simplemente se acostumbraban a mi presencia. Se me ocurrió algo que jamás pensé: lo que buscaba era hacerles saber que era un humano atrapado en este bicho. No sabía si en realidad deseaba eso; como ya dije, sentí impulsos que antes no, pero lo que necesitaba era evidente: lograr que la gente me prestara atención más rápido. Y con atención no me refiero a «¡vete, pinche mosca!» o a que me abran los vidrios para irme de sus casas.

    Tal vez mi estupidez creció desde mi nueva etapa. Me refiero a lo pasé por alto y ya mencioné: desafiarlos frente a frente. Pararme encima de su periódico o comida. Lo pensé una vez que me alejaba de un chico que miraba al cielo (porque incluso los que no hacían nada, me ignoraban) y vi que le cayó una gotita del techo, haciéndolo voltear. Desde esa experiencia, me alcé en sus narices. Como cuando me encontré a un señor parecido al primero; tal vez era el mismo, pero da igual. Él no leía el periódico; miraba su celular, acostado en su cama. Recuerdo que apenas entrar a su cuarto percibí un olor fuertísimo. Me acerqué a la pantalla y sacudió el móvil, inmediatamente después me posé en su ojo. El señor gruñó como si lo pellizcaran y se dio un manotazo en el ojo; yo lo esquivé.

    Me reí cuando vi que su cara se tornaba morada. Miró hacia arriba y me vio, con mis alas batiéndose para mantenerme en el aire. El señor empezó a saltar con palillos chinos en mano para atraparme. Sin embargo, el departamento era bastante alto, así que estuvo saltando más de una hora por atraparme, mientras yo esperaba, casi sin moverme. Durante todo ese tiempo su gordura impactaba contra el suelo, haciendo resonar los alrededores como si un gigante se desplomara. Escuché que del piso de abajo alguien gritó: «¡ya cállate, wey!» y, aun así, él seguía luchando por capturarme con sus palillos. Hasta me dieron nervios de que un vecino tumbara la puerta o quisiera entrar a despachar al hombre.

    Ahora que pienso en aquello, diría que el viejo trataba en realidad de ahuyentar a la mosca en vez de matarla, porque ni un maestro del Karate se tarda tanto en atrapar a una mosca. Llegó un punto en el que se cansó y emitió rasposos gemidos de perro. No era por temor a los reclamos vecinales, no era por molestia, simplemente el señor se cansó de intentarlo y pareció resignarse a que sus esfuerzos no tenían sentido. ¿Habrá pensado que era una mosca que, de alguna manera, era consciente en ese momento?, tal vez. No importa.

    Ese viejo inquilino, cuya complexión, olvidé mencionar, era la de un obeso, tomó una caja de cuchillos de su cocina y me los lanzó todos pieza por pieza. Yo reflexionaba y veía al mismo tiempo. O era tonto o nada más no tenía otra cosa que hacer; de los ochenta disparos que lanzó, ninguno tuvo éxito. Y no es que tuviera tantos cuchillos, es que los agotaba y recogía para aventarlos otra vez. Pero más idiota era lo que hacía yo: contar los disparos mientras mis pensamientos hacían ejercicio, y me arriesgaba a ser impactado.

    Transcurrida la jornada de lanzamiento, mi acosador se bajó los pantalones, se puso en cuclillas y defecó diarrea negra, pasta de betún espesa. Posiblemente comió muchos fideos. Además de que había una cosa que nunca vi en su departamento: un baño. El hombre era un miserable vituperador de insectos. Manchó sus pantalones y un gran trozo de piso fue salpicado de mierda; un crimen explosivo; suficiente para ser la burla del edificio. Al terminar, su ano tronó en fuertes resoplidos y lanzó un jadeo de alivio, y empezó a aventarme sus desechos. Llenó el cuarto de heces al completo, yo no pude evitar enloquecer por el exquisito aroma de eso. Fue una buena estrategia. Entonces sacó una chuleta del refrigerador y se la sirvió. No se lavó las manos de esa caca porque comió con cubiertos. No hizo contacto directo, aunque el cuchillo sí estaba manchado. Así consiguió seducirme y dominarme a la brevedad. Me le acerqué y estuvo por aplastarme, pero, una vez más, conseguí huir.

    Era la mañana del veintiuno de julio, cuando recorría la ciudad, a esa hora no había entrado por ninguna ventana. Estaba por invadir nuevamente la heladería cuando vi a una mujer con sus hijos comiendo un helado; era de color negro, sostenido en barquillo y de aroma sensual, me excitó las alas. Aterricé en el helado y me di cuenta de que era excremento, como el del señor que trató de matarme. El helado era defecación de quien sabe quién, no de chocolate. Cuando la señora me vio sacó una sonrisa y lanzó el cono al asfalto. De repente, un estruendo me paró la respiración por unos segundos, pues la llanta de un camión pasó a lado de mí.

    Lamento que mi deseo de atención se haya cumplido, en exceso vaya. La señora, desde la banqueta me dijo: «Te he visto desde siempre. Sé que tú perturbabas al señor mientras comía. El que acecha a los que leen. El que echa a perder las cenas en familia. Crees que nadie te hace caso, pero lo que pasa es que te ignoramos. Eres tú la que nos harta y nada más que tú, porque todas las moscas son iguales. Jódete maldita». Eso me dijo.

    Ayer, día veintisiete, me paré en la pierna de un chico y se me quedó observando. Pareció notar mis ojos rojos y yo sentí el latido de su corazón. Creo que me arrepiento de haber deseado presencia entre la gente. Espero que yo no haya sido así cuando era una persona. Me mudaré. Volaré muchos kilómetros hasta ver las colinas agrestes y me deleitaré con el fresco olor de la popó, excremento, kk, k; kk de vaca. Y habrá tantas montañas de materia fresca que no sabré cual escoger y moriré de hambre. Es posible que encuentre un asentamiento por ahí. Y tal vez luego regrese a la humanidad. //

    Ahí acabó el relato. La cuenta: trescientos dólares. Sin embargo, les valió un cuarto de gusano porque la comida fue exquisita y el relato, aromático. La familia, envuelta en las palabras, olvidó terminar el almuerzo, lo abandonaron en la trompa del elefante y todavía sobraron los colmillos. Excepto el bebé que, demasiado pequeño para entender una lectura, ordenó por sí mismo mucha comida, no le bastó ser lactado. Cuando la madre volteó a su hijo notó un olor extraño; mojones pueriles. La madre lo llevó al baño para cambiarle el pañal. Al desabrocharlo, vio que, entre la pasta marrón y la piel de su hijo, yacía un puntito negro retorciéndose. De él salían extraños zumbidos. Era una mosquita clamando por ayuda.

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  ➤ Michael es un apasionado escritor mexicano que desea compartir sus letras. Otras de sus obras son:
  • Cuento "¡Mano al sicario!" (2024), Revista de Axel Leandro: La Tabla Esmeralda
  • Cuento "Breve historia de una fugaz noche" (2024), Revista Dogevena Toximorox
  ➤ Pueden encontrarlo en Instagram.

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